Ayer atravesé una zona de unos grandes almacenes donde vendían «experiencias». Es un resto de la época en la que fuimos millonarios. Ya no sabíamos qué regalar, porque todo el mundo tenía de todo, cuando irrumpió en el mercado este producto nuevo: la experiencia. Podías regalar a tus padres tres noches en un hotel con encanto; a tus hijos, una comida en un restaurante con dos estrellas Michelín; a tu cuñada, una sesión de masaje y baño turco en una spa de moda. Regalar cosas empezaba a parecer un poco grosero y ahí es donde nació esta idea comercial. Lo cierto es que ves hoy un tenderete de venta de experiencias y te da la risa.

-¿Qué rayos es esto?

Esto es una reminiscencia de los días felices en los que fuimos suecos. Y tontos. De cuando fuimos suecos tontos. Fíjense, hoy una experiencia es comprarse unos pantalones vaqueros. Una experiencia es pedir hora en la seguridad social. Una experiencia es tomar el metro, el autobús, comerse una hamburguesa. Una experiencia es cobrar (o no cobrar) a fin de mes. Una experiencia es asistir a la rueda de prensa del consejo de ministros de los viernes. Una experiencia es ver el telediario. Quiere decirse que habíamos reducido el campo de la experiencia a cuatro tonterías relacionadas con el lujo, o con el supuesto lujo. Nadie creía que leer fuera una experiencia, que ir al cine fuera una experiencia, que asistir a la enfermedad y al fallecimiento de los padres fuera una experiencia. Una experiencia era un baño turco, una sauna, un circuito de aguas termales. Bueno, bueno, cómo ha cambiado todo, y en qué poco tiempo. Todas esas empresas que vendían experiencias tendrán que reconvertirse, reinventarse, que dicen en la radio. Ahora, y dada la situación de la sanidad pública, lo que hay que regalar son mamografías preventivas, por ejemplo. O exploraciones de la próstata. O un mes de comedor del colegio del niño. En fin, no sé, lo de la venta de experiencias siempre nos pareció un poco superficial, un poco frívolo. Pero desde la perspectiva actual nos parece una locura.