Vivimos en una sociedad compleja, afectada por la crisis y en un mundo en el que nos resulta difícil entender los cambios que se están produciendo. La frase orteguiana «no sabemos lo que nos pasa y eso lo que nos pasa», parece reflejar todavía nuestra sensación en una periodo de mudanza e incertidumbre como el que estamos atravesando desde hace ya cinco años. La sociedad española está desanimada e incluso un fracaso en algo, en otras circunstancias secundario, parece provocar una herida en la identidad colectiva de una ciudad y también la de un país.

La decepción por el fracaso de la candidatura olímpica de Madrid ha provocado una sensación de amargura pero también de ciudad en decadencia. Javier Marías, en su artículo «Y luego van y lo cuentan», parece imbuido de ese espíritu cuando retrata ese fracaso y lo asocia a una ciudad cada vez más sucia, con un urbanismo feo y agresivo y que ha perdido tirón turístico durante el último verano y todo ello gracias a los gobiernos del PP, que han gobernado Madrid durante muchos años. En otro registro muy diferente, Elvira Lindo en su artículo «Defensa de Madrid», defiende la riqueza narrativa de Madrid, frente aquellos que pretenden reducirla a uno o dos símbolos, una ciudad sucia e incomprendida por sus dirigentes pero libre de localismos y con una variedad esencial para hacerla atractiva a sus cronistas literarios. De algún modo, Marías ve la ciudad como la perciben los madrileños que respondieron a la encuesta de la Unión Europea en ochenta y tres ciudades europeas en las que la capital ocupa los últimos puestos en contaminación, ruido y limpieza, observándose también empeora la valoración de transportes, educación y cultura. Elvira Lindo esgrime la fortaleza de Madrid como paisaje literario, precisamente, por ser como es: una ciudad imperfecta y contradictoria.

Lo relevante de todo esto, no es el debate entre los intelectuales ni la ciudad, ni tan siquiera la ciudad, a pesar de la relevancia de Javier Marías y Elvira Lindo como escritores y articulistas, y de Madrid como capital. En el fondo, la ciudad es una metáfora, una vez más, de una sociedad en crisis. El fracaso de una ciudad como símbolo, descubre el paisaje de una ciudad en la que el deterioro de su calidad de vida es un reflejo más profundo de una sociedad en crisis. Frente a esto, no vale ni un casticismo cañí ni un cosmopolitismo papanatas. Ni como en «España se vive como en ninguna parte», ni los germanófilos conversos que pululan por ahí parecen la solución para nuestros problemas.

Lo primero es saber a lo que nos enfrentamos. Joan Subirats, lo planteaba lúcidamente hace unos días en su artículo «Luchar contra lo que parece inexorable». La idea es una crisis que aumenta las desigualdades sociales, una democracia que se debilita para mantener la justicia social y la participación en toma de decisiones. Por tanto, hay que recuperar la política como un espacio para luchar por aquello que nos presenta como inexorable.

Lo segundo, un esfuerzo de catarsis colectiva, que nos haga salir de ese país de la ilusión que creímos ser y resulta que no éramos. Desgraciadamente, no ha hecho falta un nuevo 98, ni un Joaquín Costa, la crisis nos ha sumergido en la realidad. Para ello, probablemente, no necesitamos un debate sobre el origen y el ser de lo que somos como el de entonces, si no recomponer la «narrativa compartida de lo que es España», por utilizar la expresión de Andrés Ortega, y, por tanto, para intentar arbitrar soluciones razonables a nuestros problemas económicos y también a los problemas de una democracia que tiene ya más de treinta años.

Hay una necesidad de reinventarnos, para llegar a un consenso sobre el proyecto de país que somos y recuperar el espacio de la política para buscar alternativas a la crisis e intentar resolver los problemas que tenemos. Vivimos malos tiempos, por ello, es necesario un tiempo nuevo para la política y los ciudadanía para salir de todo esto.