Aunque hace cuarenta años que no me afeito, cada mañana me miro al espejo para reconocer a "ese hombre que siempre va conmigo", para no perderle la pista, para saber de sus cosas. Últimamente lo he notado algo cansado y he descubierto que le han salido unas indisimulables canas en la barba y el bigote que ha encajado con naturalidad y una cierta coquetería que tal vez ya no esté en condiciones de permitirse.

Esta mañana, frente al espejo, he tratado de averiguar qué aspecto tendrá ese hombre a los setenta años, la edad a la que quiere la patronal que se jubile. No me ha gustado lo que he visto.

Además de lo paradójico que resulta que los empresarios quieran que trabajemos hasta los setenta años pero se nieguen a contratar a nadie con más de cuarenta y cinco, no sé qué rentabilidad piensan sacar de todo esto, dónde está el beneficio. A los setenta ya no está uno, salvo gloriosas excepciones, en lo mejor de sus facultades, y quizás acabe siendo más costoso resistir que retirarse.

Yo quería que la vejez me encontrase gastando en la playa las mañanas, buscando al niño que fui y se quedó en el rebalaje para siempre, contando las olas que cuentan el tiempo. El pasado tiene las manos frías, pero llega un día que ya no duele tanto y uno hace las paces consigo mismo.

Yo a los setenta me imaginaba las tardes bajo el sol tibio que se colase por la ventana, reencontrando la amistad con mis viejos libros. Tenía casi definida una ruta de relecturas, una especie de regreso al pasado a través de la literatura, una vuelta a la semilla que aún no sé con qué empezaría pero que seguramente terminaría en Tom Sawyer, en una balsa río abajo, una tarde cualquiera. Quería que la vejez me encontrase allí, atrincherado entre las páginas que me han hecho el hombre que soy, no en una mesa de oficina, arrastrando mis achaques, atento siempre a las iniquidades del mundo laboral, a sus trampas, a sus zancadillas.

No sé si a los setenta tendré aún ganas de juntar algunas palabras, hacer que se encuentren, que abran ventanas en la niebla. Puede que sí, que por las noches, cuando se hiciera el silencio, sin la carga y la premura del madrugón, las dejase salir poco a poco, sin prisas ya y sin ambiciones, para enseñarlas a jugar.

Yo esperaba haberme ganado eso después de toda una vida trabajando. Bien mirado, tampoco pedía tanto, simplemente que me dejasen ir cuando aún podía salir por mi propio pie y no con los pies por delante.