En mi barrio cierran las librerías (cuatro en los últimos dos años: dos generalistas, una especializada en libros religiosos y esotéricos y otra de obras de arquitectura, diseño y cómics para adultos), los teatros de autor (uno de títeres, otro de magia y circo) y las galerías de arte (dos en apenas cinco semanas) y abren tiendas de chucherías (también cuatro en el pasado trimestre) y de camisetas con lemas e iconos autóctonos pensadas para guiris. También han proliferado las fruterías regentadas por paquistaníes, las panaderías de panes pre-cocidos, las peluquerías caribeñas, los chinos de todo a un euro, las terrazas de bares con tapas para extranjeros (minúsculas, carísimas, supuestamente pintorescas), las heladerías, las yogurterías y los restaurantes de comida rápida (kebabs, falafeles, hamburguesas, pizzas€). En mi barrio cada vez hay menos vecinos de toda la vida y cada vez hay más vecinos de paso, vecinos que no creen en la integración, vecinos que siguen llevando sus raíces a la vista (son de otro sitio y quiere que se note que no desean estar en este donde les ha tocado en suerte, o por mala suerte, rehacer sus vidas), vecinos reacios a ninguna otra vecindad que no sea la mínima imprescindible para intercambiar productos y monedas (nunca afectos y relaciones más cálidas y hondas).

En mi barrio han trasladado una guardería que tenía árboles a un doble piso con poca luz y mucha estrechez. En mi barrio el centro de salud se ha quedado con un tercio menos de plantilla. En mi barrio el ayuntamiento ha quitado unos trescientos aparcamientos para hacer más accesible un nuevo espacio museístico dentro del cual solo hay piedras (vale, son piedras antiguas, pero es que en este país dónde no las hay). En mi barrio las plazas se están convirtiendo, poco a poco, en lugares estratégicos para el tirón y la venta de droga, lo cual está alejando de las mismas a las familias con hijos y a los ancianos. En mi barrio hay un parque donde se celebran cada fin de semana fiestas de cumpleaños para niños para las cuales ahora, según la nueva ordenanza, habrá que pedir permiso o arriesgarse a una multa de trescientos euros.

Me gusta mi barrio. Da igual dónde esté: los barrios, cuando se viven como tales, como haces de relaciones naturales entre las personas y el espacio, son todos ellos lugares privilegiados para perfeccionar el difícil arte de la felicidad individual y social. Los barrios, y en esto se parecen a los pueblos medianos y pequeños, animan a desarrollar la convivencia en positivo. Es cierto que también, en ocasiones, promueven algunos vicios conocidos (el cotilleo cruel, la vigilancia mutua, la moralina de pañoleta y bastón), pero es un precio bajo a cambio de lo bueno que dan: solidaridad, amistad, tiempo para fortalecer lazos, valoración de lo genuino, amor por las cosas sencillas, la creación de una gran familia natural donde todos saben, más o menos, el nombre y las circunstancias de los demás€

Pero mi barrio está cambiando a una velocidad de vértigo. Se van perdiendo costumbres y negocios y personas y, a cambio, están imponiéndose otras costumbres y negocios y personas. Un cambio para peor que no tienen tanto que ver con todo eso nuevo que llega (lo nuevo regenera y aporta) como con el modo en que lo hace: avasallando, ninguneando, desalojando a la fuerza. Y con la connivencia y el apoyo de los poderes políticos, que parecen tan satisfechos con ese cambio que nos hacen sentir que nosotros, lo de siempre, sobramos.