No son un laberinto en cuyo centro aguarda un Minotauro. Pero sí hay un ciego que se sabe entre las sombras los libros que conducen a desandar el tiempo, a buscar la identidad, a convertirse en fugitivo si es necesario. A encontrar una salida cuando la vida es un difícil cruce de caminos, una telaraña que nos convierte en peregrinos dentro de un laberinto. Hace tiempo que las bibliotecas, al igual que el laberinto, anuncian la presencia en su interior de algo precioso, secreto o sagrado y siempre han cumplido una función didáctica basada en el saber y en el aprendizaje de una socialización ciudadana. En ellas, muchos jóvenes han descubierto su vocación de escritor o a construirse una biblioteca personal que años después será su auténtica biografía. Y casi todos hemos aprendido, bajo su atmósfera y penumbra, la importancia del silencio y su fragilidad, sus matices y su música. Sin olvidar que, sin severidad alguna, en su interior se adquiere una disciplina en hábitos, necesarios para la convivencia, como no comer, beber, hablar estentóreamente o escuchar música con auriculares pero con el volumen desbocado, en unos lugares donde el respeto facilita adiestrarse en la fabulación del silencio que nos recoge en la lectura, que nos aísla dentro de nosotros y de un mundo en el que, como tantas veces se ha dicho y se ha escrito, podemos vivir la aventura de ser otro al que, tal vez un día, encontremos en la realidad y sus apariencias.

O saliéndose descalzo por los márgenes de un libro, para dejar de ser personaje y transformarse en vagabundo de identidades que nunca entran en los libros.

No existe, posiblemente, una metáfora más democrática que la biblioteca pública donde la lectura es un derecho, una de las manifestaciones más universales de libertad y donde se han permeabilizado los compartimentos estancos entre investigadores, lectores y buscadores de información y know how. Lo mismo que han sabido adecuar su funcionamiento a la implosión digital con velocidad, imaginación y eficacia mayores que otras instituciones de la cadena del libro. Las bibliotecas públicas son en muchos lugares los mayores proveedores de Internet, especialmente en barrios periféricos, proporcionando a los más desfavorecidos oportunidades de comunicación. Y en el ámbito rural cumplen una eficaz labor en el fomento de la lectura como espíritu de superación, de disfrute, de tiempo íntimo después de una larga jornada de trabajo doméstico y familiar, muy pocas veces recompensado.

Al igual que en las arquitecturas matemáticos del enredo de senderos que se bifurcan, las bibliotecas cumplen también una función de defensa. Cuando la economía y la política despojan a la vida de su dignidad y convierten la educación en un peligroso instrumento de adoctrinamiento y exclusión social. Sin trabajo, sin casa, sin inocencia, sin ánimos ni heroísmo, las bibliotecas son la única familia que nos queda. Un refugio al que la gente acude para sentirse ocupada, acompañada o evadirse de la realidad. Se han trasformado en un hogar de acogida, en lugares idóneos para la búsqueda de empleo, aprender a hacer un currículum o a manejarse en inglés. Un ejemplo interdisciplinar es la biblioteca de Helsinki, donde uno mismo puede digitalizar sus LP y casetes, asistir a clases de inglés o llevar a sus hijos con problemas de lectura a un terapeuta. El 80% de las familias la habitan cada fin de semana. No es extraño que según el último Informe Pisa Finlandia sea el país número uno en Europa. Las bibliotecas no pueden ser una casa detenida en el tiempo. Lo mismo que muchas han creado sus propios clubs de lectura, ahora podrían ofrecer conferencias sobre el banco del tiempo o gestión emocional. Temas con muchas propuestas de lectura que aportan un efecto terapéutico reforzado con la puesta en práctica de tallares donde se enseñe a administrar en positivo las emociones.

Esta semana se ha celebrado el Día Internacional de las Bibliotecas. Fue la jornada en la que docentes y estudiantes convertían las calles en una protesta de impotencia, de rabia, de lógica, contra una ley que merma el derecho a la igualdad y la calidad en la educación. Las bibliotecas no ese escapan de la quema. Un 60% menos de presupuesto provoca que se compren menos libros, que los horarios se acorten. Afortunadamente hay ejemplos combativos como el proyecto de las naves de Can Batllólleva en La Bordeta, un barrio barcelonés de industrias textiles en reconversión. La Biblioteca Popular Josep Pons, gestionada por sus reivindicativos vecinos, se inauguró en septiembre con 12.000 libros, con un bar y un pequeño auditorio. Treinta voluntarios se organizan para la limpieza, la catalogación, la recepción, los préstamos. Se ha convertido a través de la Red en un referente para otras bibliotecas más pequeñas de Barcelona. Y en Gran Bretaña, donde han echado el cierre más de 200 en los dos últimos años, se están organizando campañas festivas para llamar la atención sobre su situación y atraer a la gente. Algunas han organizado cursillos de biblioterapia en los que se proporciona bibliografía "curativa", desde libros de autoayuda a poemarios balsámicos. También en Escocia la crisis se cebe con el personal y los presupuestos que algunas bibliotecas batallan con campeonatos de booky table tennis, partidas de ping-pong en las que los libros hacen la función de palas.

Perdemos bienestar, perdemos educación, perdemos cultura. Si la economía y la política nos dejan sin la memoria del mundo al ciego lo sustituirá un Minotauro. Y nunca saldremos del laberinto.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com