Con el Nobel de la Paz pasa como con el de Literatura, que no son todos los que están ni están todos los que son. Baste pensar, por ejemplo, que entre los distinguidos con el primero está un propiciador de golpes militares como el ex secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger. O en la excesiva premura con que se concedió el galardón al hoy presidente de ese país Barack Obama, bajo cuyo mandato Estados Unidos ha llevado a cabo más ejecuciones extrajudiciales de supuestos terroristas, gracias a sus «drones», esos aviones no tripulados, que con su predecesor republicano en la Casa Blanca.

Si bien, justo es decirlo, Obama se ha redimido al menos en parte al abstenerse en el último momento de lanzar una operación de castigo al régimen sirio de imprevisibles, pero sin duda desastrosas consecuencias para la población de ese país y toda la región, y al que le animaba, entre otros, el presidente socialista francés, François Hollande, deseoso tal vez de mostrar con ese ataque lejos de su país una firmeza de la que parece incapaz en casa.

En cualquier caso, hay que felicitarse de la iniciativa que ha lanzado L´Espresso de proponer la candidatura de la isla de Lampedusa, de tan triste como diaria actualidad, al Nobel de la Paz del próximo año.

El conocido semanario político italiano ha lanzado una campaña de recogida de firmas para, como escribía una de sus colaboradores, dar a Lampedusa «el más alto reconocimiento» y evitar que muy pronto, «cuando decaiga la tensión, todo vuelva a estar como antes: quienes organizan esos viajes en pateras, dedicados otra vez a su tráfico de muerte, los emigrantes, con sus tragedias, y nosotros, sumidos en la indiferencia».

Hace ya diez años que los habitantes de esa pequeña isla del Mediterráneo conviven con esa tragedia diaria y, como señala L´Espresso, «libran una noble y valiente batalla en nombre del mundo entero, dejan de hacer su vida ´normal´ para ayudar a quienes sobreviven a los viajes de la esperanza y dar sepultura a los que fracasan en el intento».

Porque la reciente tragedia cuya noticia dio la vuelta y conmovió de pronto al mundo -la muerte de 387 subsaharianos en uno de esos intentos a la desesperada de alcanzar las costas europeas- es el pan nuestro de cada día en esa isla de gente generosa y admirablemente solidaria con el sufrimiento ajeno.

Y no basta con una rápida y casi burocrática visita como la que hicieron a Lampedusa, tras lo ocurrido, el presidente de la Comisión Europea, Durâo Barroso, junto al primer ministro italiano, Letta, y que motivó gritos de «vergogna!» («¡vergüenza!») por parte de los isleños. Gritos de rabia más que justificados por lo que ocurrió dos semanas y media más tarde: un funeral por las víctimas celebrado en Agrigento, lejos del lugar del naufragio y sin ataúdes ni la presencia de ninguno de los supervivientes, funeral que el alcalde de esa bella localidad siciliana calificó de «farsa de Estado».

Nada, pues, más justo y oportuno que la propuesta de la revista italiana, otro de cuyos colaboradores, el conocido periodista Eugenio Scalfari, entrevistó recientemente al papa Francisco, quien con su visita a la isla y las palabras que allí pronunció - «Sólo me viene una palabra, vergüenza»- consiguió también llamar la atención del mundo sobre los dramas que allí se viven.

Y todo ello, mientras los gobiernos europeos se pelean sobre el reparto de los supervivientes entre los países de la Unión, una distribución que algunos quieren más justa de modo que descargue la presión ejercida ahora sobre los bañados por el Mediterráneo y que evite al mismo tiempo la acción de las mafias que se encargan de llevar clandestinamente a muchos de ellos hasta el destino soñado, llámese Alemania o el Reino Unido.

Como es también es de elogiar la petición de firmas que ha hecho a sus lectores el diario La Repubblica para la abrogación inmediata de la ley que lleva el nombre de dos políticos de la derecha italiana, el ex neofascista Gianfranco Fini y el fundador de la nacionalista y xenófoba Lega Nord, Umberto Bossi.

Una ley inhumana y claramente racista, basada en el rechazo del otro, del diferente, de quien llega de lejos, que es visto como una amenaza para la convivencia y la cultura europea, y que convierte en clandestinos a quienes sobreviven a la tragedia al tiempo que acusa de complicidad a quienes humanamente los socorren.

Una ley que debería avergonzar a toda Europa al considerar la inmigración como un problema de orden público mediante el recurso a las leyes penales y a las fuerzas del orden y que ese periódico ha calificado de ejemplo de «compendio de barbarie» por los motivos concretos que la «generaron» y por «las normas legales en que se ha traducido».