Merodea uno por calle Alcazabilla rumiando en su interior sobre esto y lo otro, pensando en el afán del día, buscando adjetivos en la mente para un artículo como quien busca setas en un bosque húmedo. Un día que nunca volverá y que no pasará a la historia. Pasea uno arañando minutos en libertad antes de la entrada al cubículo y el ordenata. Una pareja de turistas franceses pregunta al paseante por el Museo Picasso. Ella tiene la mirada azul y él posee un rostro un tanto picassiano. Me darían para escribir un relato: una pareja picassiana que viaja a Málaga desde muy lejos para ingresarse en el museo. Hola, dirían, queremos estar aquí dentro. Colgados a ser posible. Les indico y un raro impulso me incita a seguirlos. No he sido yo mucho de seguir a nadie, salvo en sentido figurado a alguna estrella del fútbol y las letras. Una vez en el patio del colegio seguí a una chica y cuando entreví que se me perdía apreté el paso y colisioné con una farola que don Eustaquio, el profesor de matemáticas, decía que era del siglo XIX. Desde entonces no me gusta nada el siglo XIX, por lo demás, lleno de golpes de Estado y generalotes y reinonas de fácil encame. Pensando en la farola casi pierdo de vista a los franceses, cuyos ropajes iban transmutándose en un azul cautivante, siendo rosa como eran. Atravieso un callejón de fachadas restauradas y vengo a desembocar en la plaza de la chumbera. Le han puesto un palo para ayudarla a mantenerse erguida. Está vieja y tal vez cansada. Conserva un aire de dama aristócrata con un punto de altivez y pareciera querer indicar la entrada al visitante. El visitante soy yo. Que piensa más en el empedrado del suelo y la endeblez y cicatería de la industria nacional del calzado a la hora de fabricar suelas. Entro a la librería. Si los artículos de librería engordaran tendría obesidad mórbida. Acaricio libretas y cojo bolígrafos, paso la mano por páginas, me engolfo con las postales que reproducen obras del pintor, miro mucho y pienso en qué comprar. Llegan murmullos en inglés, en francés, en lo que supongo que es alemán y hasta en una lengua que podría ser kazajo si yo supiera cómo suena el kazajo. Una niña española le dice a otra niña española, a la manera en que las niñas españolas dicen las cosas a veces, que Picasso era francés, que se lo ha dicho su padre. Su padre han entablado conversación con la francesa de mirada azul que yo había perdido, mientras su pareja mira a Olga Khokhlova, que nos vigila estampada en un bolso de tela que bien podría utilizarse para ir a la playa. Siempre que pienso en Picasso me acuerdo de Dora Maar, que se volvió loca de desamor cuando el malagueño (francés para la niña) la dejo tirada. Pero ahora pienso en Dora Maar sin haber pensado antes en Picasso, lo cual puede deberse al cierto agobio que siento en la librería del Museo, que está atestada. Iba a escribir abarrotada, pero eso es más para los campos de fútbol. Si fuera un bar diríamos a tope. Me decido y entro al Museo, donde se está mucho más fresco y no hay niñas redichas ni franceses picassianos aunque sigo oyendo lo que podría ser kazajo. Me paro ante ´Jaqueline sentada´. La tarde avanza y la dulzona tentación del absentismo también. Avanzo por los pasillos y miro a las figuras de los cuadros, que devuelven miradas desde ojos desenfocados. La tarde avanza. De vuleta a la calle, merodea uno por calle Alcazabilla rumiando en su interior sobre esto y lo otro...