El otro día, cuando leí que se estaba celebrando el cincuentenario de los Beatles -algo muy dudoso, porque el grupo empezó a tocar en 1960 y sacó su primer disco en 1962-, recordé que mi hijo me había preguntado una vez por qué me gustaban los Beatles. No supe qué contestarle, porque no se me ocurría ninguna razón de peso, o mejor dicho, todas las que se me ocurrían me parecían muy poco convincentes. Pero de pronto recordé un poema de Raymond Carver en el que contaba que una vez tuvo una pesadilla y vio un gran tren en sueños. Y al despertarse sobresaltado, descubrió que tenía un libro de Antonio Machado en la mesita de noche, y entonces pensó: "Todo es perfecto. Machado está aquí". Y se volvió a dormir. Y ésa fue la respuesta que le di a mi hijo: me gustaban los Beatles porque cuando escuchabas una canción suya, aunque acabases de tener una pesadilla o creyeras que un tren se iba a abalanzar sobre ti, aunque tuvieses las ideas más negras en la cabeza, de repente, sin motivo, tenías la sensación de que todo era perfecto y de que podías volverte a dormir. Y eso, en la vida, ocurría muy pocas veces.

Pero en cierta forma era normal que fuera así. Los Beatles trasmitían aquella sensación de seguridad y de alegría porque vivieron en un mundo relativamente tranquilo. Nacieron cuando los alemanes estaban bombardeando Inglaterra (el nacimiento de George Harrison coincidió con uno de los mayores bombardeos de Liverpool), pero luego tuvieron la suerte de vivir en un país sin guerras cercanas, ya que Vietnam estaba muy lejos e Irlanda del Norte todavía no había empezado a ser una pesadilla. Y les tocó, además, un periodo de crecimiento económico sostenido que duró al menos treinta años. De hecho, los Beatles fueron coetáneos del Estado del Bienestar europeo, y su música no puede entenderse sin saber que detrás de sus bromas y sus armonías y su optimismo había una sociedad que se había propuesto vivir de una forma decente. El Servicio Nacional de Salud británico, por ejemplo, se creó en 1948, cuando John Lennon y Ringo Starr, los mayores del grupo, tenían ocho años. Y es curioso que ahora, muchos años después del asesinato de Lennon, y diez años después de la muerte de Harrison, el Estado del Bienestar británico -y europeo- esté viviendo una situación equiparable a la de esos ancianos que se hacen pasar por chavales de veinte años y se llaman Paul McCartney y Ringo Starr.

¿Podremos alguna vez agradecerles a los Beatles sus canciones? No lo creo. Eran tan buenos que en la segunda cara de "Abbey Road" se permitieron hacer canciones que duraban apenas un minuto, como si fueran fragmentos de una canción inacabada o prólogos para un libro nunca escrito, pero esas canciones tan breves contenían todo lo que debe contener una buena canción: tenían la misma intensidad, las mismas armonías, las mismas variaciones instrumentales, los mismos coros. Lo tenían todo, pero no eran canciones, sólo esbozos, sólo fragmentos, y ése es el gran misterio. ¿Cómo lo hicieron? Imposible saberlo.

Un día de 1970, mientras esperábamos cruzar el semáforo de la calle Jaime III, en Palma, un amigo -Carlos Irueste- nos reveló la noticia fatídica: "Los Beatles se han separado". Eso fue hace mucho tiempo, y yo era muy joven entonces, pero pensé que había algo terrible en aquella noticia, porque los Beatles te hacían creer que vivían -y tú con ellos- en un mundo en el que no podían ocurrir cosas malas o ni siquiera negativas. No, eso era imposible. Con los Beatles vivías en un mundo de optimismo, de alegría, de bienestar, un mundo en el que te podías burlar de los banqueros con bombín que leían "The Times" y de los militares que marcaban el paso en un desfile y de las enfermeras que te querían poner una inyección de hierro vitaminado. Y esto -esa alegría, esas ganas de vivir, esa sensación de que podías reírte de todo porque al final nada importaba- es lo que me gustaría traer aquí, ahora que ya estamos todos hartos de hablar del mismo tema (y no hará falta que recuerde cuál es ese tema). En el mundo de los Beatles no se podían concebir los enfrentamientos ni los insultos ni las malas noticias, aunque ellos, por supuesto, también tuvieran que vivirlas. Por eso, cincuenta años después -o cincuenta y uno, o cincuenta y tres-, me gustaría darles las gracias.