Escucharemos decir que su mito le sobrevivirá, pero las mentes calculadoras corregirán que la dimensión icónica de Lou Reed se extinguió antes que su biología. Conservó celosamente la condición de cascarrabias, la disfunción espaciotemporal del ídolo a quien los periodistas aguijonean con cuestiones sobre edades y geografías en que era otra persona. Lou Reed pasea por el lado salvaje, una canción que es difícil identificar con un sonido porque pertenece al orbe visual. Todo el cine contemporáneo con pretensiones arranca de la imaginería de la autoestopista dispuesta a cruzar Estados Unidos. Sesentón, Lou Reed participaba de la confusión sobre su figura, al proclamar: «Sigo siendo el chico malo del rock». Vestía de negro absoluto, así fuera como dentro de la pista. Era el Buster Keaton de la escena, nada le satisfacía más que desairar a un entrevistador. Puedo presumir de haber contemplado el peor concierto de Lou Reed, en una plaza de toros de la que sólo recuerdo la compañía. Rugía el viejo león desgarrado y desganado, insensible a las heridas que infligía a su fama. Inició su repertorio con Sweet Jane. Volvimos a pensar que nuestros padres estaban equivocados, pero el cantante parecía más preocupado por los compromisos de haberse convertido en abuelo. Sus devotos le han copiado desde el maquillaje hasta las gafas o las ínfulas poéticas. Lou Reed muere aplastado por su influencia. Desde el lado salvaje, aporta una de las siluetas clásicas del rock plebeyo, junto a John Lennon, Mick Jagger o Bob Dylan. La capacidad de ser identificado es la primera virtud de los genios, el artista neoyorquino debía envidiar la evolución de su gemela Patti Smith, que migró desde el underground hasta una versión bimilenaria de Virginia Woolf. El recital acabó con Dirty Boulevard.