Si hacemos memoria y tiramos de hemeroteca, será difícil encontrar un discurso político comparable al del príncipe de Asturias en el último acto de entrega de los premios que titulariza. Siendo muy buenas las intervenciones de Muñoz Molina, Saskia Sassen, Annie Leibowitz y Michael Haneke, ninguno de ellos causó un impacto comparable al de Felipe de Borbón por avenencia de forma y contenido, y por las equilibradas dosis de razón y emoción que dieron categoría insólita a una alocución nada protocolaria, pensada y escrita desde el auténtico núcleo de los problemas españoles y verbalizada con cálido acento de sinceridad. Al llegar a este punto, los republicanos que esto lean ya me han relegado a la cuadrícula monárquica, lo cual, con todo respeto, me importa un bledo porque mi propósito es otro.

Donde quiero llegar es a la objetiva consideración de una necesidad: la del discurso movilizador, el que despierta resonancias intersubjetivas por distanciarse de la vaciedad o la vulgaridad de las dalécticas al uso. Los políticos en activo y en pasivo de estos tristes años no saben hablar a la gente, ignoran dónde están los puntos sensibles de la conciencia individual y colectiva, y hasta es posible que desprecien el acceso a esas zonas secretas que resuenan en inmediata sintonía, porque todos somos razón y emoción. Ahí está la única posibilidad de comprensión de las acciones que dicen irrenunciables, y la vía de cumplirlas sin mentir. La monótona grisura de la palabra de Rajoy; la petulancia de Cospedal, que silabea como si se dirigiera a cretinos, y acabará deletreando en vista de que no convence a nadie; los rebuscados sofismas de Gallardón; la jánica doblez de Saénz de Santamaría, tan didáctica portavoz como tigresa parlamentaria con su argumento único: el tú más, o el tú lo hiciste primero...; todas estas verborreas se ciscan en la inteligencia popular y son una pesadumbre añadida a las muchas que perpetran en el BOE.

Y eso por no citar a loros de «argumentario» como los Floriano o los Pons, las lúgubres alegaciones de Rubalcaba, las desganadas fórmulas de Valenciano -que siempre parece recién salida de la siesta- las parrafadas administrativas y espesas de Soraya, la fría ficción de objetividad de Cayo Lara, las quejumbrosas salmodias de los sindicalistas, el arrogante falsete de los independentistas -que no se lo creen ni ellos- y toda la panoplia dimanada de un parlamentarismo sin credibilidad.

La palabra es la sangre de la comunicación a todos los niveles, el político en primer lugar. No hay líder sin el don de la palabra. Y he aquí que ha venido a ilustrarlo una figura institucional como el Príncipe, en su discurso ovetense del otro día. Ni la corrupción ni los movimientos segregadores faltaron en su llamada a un proyecto común, solidario y corresponsable. No basta hablar, hay que saber hacerlo a una sociedad que necesita dramáticamente reencontrar su voz y su camino.