A ras de césped. Hijo de puta. Se lo dice un tipo a un jugador que intenta mirar para otro lado en cuanto sale a calentar: Hijo de Puta, una y otra vez. Los dos están lo suficientemente cerca como para que el insultado se cosque y el endemoniado -lo parece- tenga la certeza de que su objetivo es alcanzado. Cuando el futbolista se lleva la mano a la ingle para corregirse un pliegue del calzón, el tipo vestido con los colores del equipo contrario reacciona dando saltos y le grita interrogante, ya con la voz rota, que para qué se toca ahí abajo si no tiene nada, y le dedica un sonoro ¡Subnormal! de cierre que deja más las cosas en su sitio que la mano del jugador en su propia entrepierna.

Ver la secuencia en primer plano, en uno de esos programas de televisión que ponen la cámara donde aparentemente no pasa nada relevante, resulta hipnótico. Sólo ver la llegada a este mundo de las heces de un tipo que estuviera cagando en plano corto resultaría más atractivo, televisivamente hablando. Hemos normalizado todo esto. Es verdad que también había un chaval de mirada limpia que estaba junto al hincha agresivo que parecía poseído por lo irrelevante, quizá lo único relevante para el hincha. El chico sostenía una cartulina donde pedía la camiseta a su héroe, curiosamente del equipo insultado, y no parecían importarle los alaridos del tipo fuera de sí, ni sus carrerillas hacia uno y otro lado, como las de un viejo león de circo en su jaula. Al final del encuentro el ídolo del chaval, que se había percatado de su gesto durante el partido, antes de entrar al vestuario -y aun habiendo perdido el encuentro- se quitó la camiseta e hizo señas a un ayudante del equipo para que se la llevara a aquel niño de allí, señalándole desde el otro lado del campo. También una cámara lo grabó y otra captó al chavea en el momento en que le dieron la camiseta. Cuesta no reconciliarse con el fútbol ante gestos como ése si te paras en la alegría que desbordaba la mirada del chico. Pero cómo aceptar lo otro sin más.

Más preocupante resulta mirar cómo le gritan ¡Fea! a una juez mientras está trabajando en su juzgado, como ocurrió en Sevilla con los sindicalistas allí congregados hasta la madrugada, y que no se produzca al mismo tiempo un gesto noble que lo repare, como el de la camiseta.

Y más desasosegante aún observar a unos alcaldes, obligadamente respetables y obligados a respetar, gritarle ¡Golfa! a la presidenta intentando parar el vehículo en el que iba cuando salía del hotel donde estaba alojada. Ese show lamentable ha ocurrido este fin de semana y me apena decir que en Málaga, por aquello de que se asocie el nivel de cultura democrática y de responsabilidad de algunos políticos, reivindicaciones legítimas aparte, con el de la ciudadanía de mi provincia. Pero no importa que las cámaras lo grabaran. A ellos nada. Y a nosotros poco, no más que esos tipos que en el fútbol están más en insultar que en el partido que se está jugando.