No sé de qué nos sorprendemos. Lo que ocurre con nuestras conversaciones telefónicas lo vemos cada día en la teleseries policiales norteamericanas. «Usted llamó a Doris a las 13.43 y Doris cayó de la ventana a la calle a las 13.45, más vale que nos diga de qué hablaron», le espeta el detective al testigo poco colaborador. «El GPS de su móvil le sitúa en la 42 con Broadway», acorrala el investigador al sospechoso. A veces el guionista coloca un preventivo «pide una orden judicial». A veces, ni esto: solo «consigue el registro de llamadas». Nos parece bien, porque sirve para detener a los malos. La ficción televisiva es el gran transmisor de valores políticos de nuestro tiempo. La opinión política se masajea a golpe de serie.

«Consigue el registro de llamadas». Hoy es fácil. Todas las comunicaciones son digitales, y lo digital deja rastro por definición. Se acumula en los «log» de los servidores de las compañías. Para evitarlo habría que dar órdenes específicas de borrado permanente a los ordenadores que manejan el sistema, lo que podría crear problemas de facturación e incluso de gestión de los flujos. Nuestra defensa era que tanto dato parecía inmanejable. Millones de conversaciones diarias: ¿Quién podría analizar todo el paquete? Pues los servicios americanos, claro, que tienen las herramientas necesarias, porque desde hace años rastrean todas las comunicaciones que pueden con programas informáticos que disparan alertas ante ciertas palabras clave. E incluso así, tras lo de Boston se les acusó de quedarse cortos.

Los servicios españoles recaban los listados de llamadas y los pasan a los amigos de ultramar para que los elaboren. Una clara división del trabajo, propia de la era colonial de la que no parece que hayamos salido: en las colonias se realiza la tarea extractiva bruta, la que no requiere cualificación, y en la metrópoli la parte de más valor añadido, la transformación y comercialización, la que aporta más riqueza y concede el control de todo el proceso. No ocurre solo con España, sino con casi toda Europa occidental, incluidas la Francia de la grandeur y la Alemania dominatrix. El Reino Unido come aparte: es pariente preferente del amigo americano. «Los primos», según las novelas de Le Carré. Ellos son primos y nosotros lo hacemos, como buenos vigías de Occidente.