No soy el tipo más interesante del mundo. Mi vida no genera más emociones que las grávidas madrugadas que veo desperezarse camino del trabajo, la sensación de haber perdido mucho tiempo que me queda después y a veces, sólo a veces, el temblor de armar un verso no del todo malo. No sé qué podría interesar de mí a nadie, y sin embargo es probable que me encuentre entre esos millones de personas que han sido espiadas por el servicio secreto estadounidense.

Sospechar que me han estado espiando no me asusta, pero me inquieta. No tengo mucho que esconder, aunque sí bastante que guardar. El pudor es una forma íntima de secreto, todos tenemos asuntos que ni a nosotros mismos nos contamos, y me intranquiliza mucho saber que hay algún fulano en algún lugar escuchándome decir «te quiero» a la mujer que me quiere, o bromear con mi compadre, o hablar mal de mis contemporáneos con alguno de mis contemporáneos.

No sé qué podría sacar nadie de mis miserias, de rebuscar en mi basura. No alcanzo a comprender quién puede estar interesado en lo que digo o en lo que me dicen, o en cuántas veces, por vanidad o por desconsuelo, he buscado mi propio nombre en Google.

Pero parece que así son los estados, que así son quienes mandan y sus mercados. Gente insegura y paranoica, ávida de conocer cuanto se pueda saber de esa pobre gente que, generalmente, va de sus vidas a sus afanes, de su gloria a su fatiga, sin hacer más ruido del estrictamente necesario, enciendo sólo las luces precisas. Esa gente que levanta el mundo, que lo hace habitable horneando pan, barriendo las calles, llenando las escuelas de niños y las mañanas de saludos. Esa gente que no hace nada más que su labor y gasta café y tal vez algún vicio confesable (un cigarrillo quizás o una onza de chocolate después de comer), esa gente que llama a media mañana para ver cómo está la abuela, para comprobar que se tomó la pastilla para la diabetes.

Por lo que hemos sabido en estos días, siempre hay un miserable escuchando, poniendo micrófonos traidores donde no debería. Es posible que todos estemos bajo la vigilancia de ese oído global y que nada de lo que hacemos, de lo que decimos, de lo que sentimos, quede fuera de su alcance, de su análisis, de su conocimiento. Es posible que la libertad última, la intimidad, haya muerto hace mucho tiempo y esta gente nos haya estado ocultando el cadáver mientras nos escuchaba cantar «Macarena» en la ducha.