Los espías nos vigilan. La vida política. La vida cotidiana. Saben sobre lo verdadero y lo ilusorio de cada uno de nuestros políticos. Europeos, nacionales. Del otro lado de esa frontera que es una calle de agua fenicia y viento ronco. Conocen consignas, claves secretas, ideales, mentiras, genuflexiones, cuentas corrientes, paraísos fiscales, el fuego litúrgico y el de la carne de cada líder y sus adláteres. También saben nuestras razones vociferantes, las vigilias angustiadas por la crisis, los placeres ocultos o pequeños en los que refugiamos el poco deseo que nos queda, las envidias, las mezquindades. Nuestras subversiones públicas y clandestinas. Los espías son el ala fugaz de un sombrero en los espejos, un silencio telefónico, el ruido de fondo de unos zapatos, un vacío entre un ordenador y otro, el cursor bloqueado en la pantalla. Una mirada sin faz, un oído invisible y adosado que penetra y roba, sin dejar huellas, nuestras conversaciones y hábitos. A salvo en su escondite o frente a un muro, como el de la Fórmula 1, los espías lo espían todo. Lo computan y lo venden a empresas que nos adiccionan al consumo y nos acosan con carteo y sms. Pero lo realmente suyo es espiar los peligros potenciales que los otros pueden suponer contra el poder al que representan. Su método es igual en todas partes y aunque han de actuar con discreción y cautela hace tiempo que carecen de tacto. Cuando se cruzan, unos se saludan con elegancia fría. Otros, sin disimulo, vuelven la cabeza hacia otro lado. Su rutina es fácil si sus víctimas son políticos, futbolistas famosos, mataharis de alcoba doble, ciudadanos que creen que Snowden es una estación de esquí nórdica y que todos los espías llevan gabardina o esmoquin. Lo difícil es espiar la inteligencia que se mueve en las sombras sin rastro que la identifique. Sucede con Banksy, el grafitero más famoso del mundo. El más inescrutable y también es el más cotizado y perseguido.

Nadie conoce su verdadero nombre, su edad, su estatura, su rostro. No hay ningún indicio que conduzca a su dirección o a un dato de su biografía. Se desconoce si es diestro o zurdo cuando ejecuta su crítica desde un muro de frente o en esquina. «Un arma muy grande. Una de las cosas más desagradables con la que puedes golpear a alguien», afirma de las paredes este tipo escurridizo que se desvanece a cada paso. Ocurre lo mismo con las pistas que siguen algunos periodistas convirtiéndose en Marlowe hasta que derrotan el olfato en una barra de noche, en una mujer que los mira entre el humo de un cigarro americano. No se sabe con certeza cuándo empezó a ilustrar los sabañones de la democracia, la realidad basura de la libertad vigilada y la crítica en el desempleo. Algunos certifican que a finales de los ochenta, en los buzones, en las alcantarillas, en los pomos de las puertas de Bristol, aparecieron ratas que fotografiaban a los transeúntes y rompían con tenazas de ficción candados de verdad. Desde entonces, sus pinturas han cicatrizado denuncias y paisaje en el muro de Gaza, en numerosas paredes urbanas en las que una niña es cacheada por un policía, la Mona Lisa apunta con un bazoka, un tigre se escapa de un código de barras -como si fuese una cárcel- y una limpiadora levanta una cortina para esconder el polvo. Tampoco los edificios se han salvado de sus grafitis. En la calle Frogmore de Bristol hay una fachada de cinco pisos en la que, a la altura del tercero, un hombre en chaqueta se asoma por la ventana y mira a lo lejos buscando a alguien, mientras una mujer en ropa interior le sujeta por el hombro tratando de calmarle. Agarrado al marco de la ventana con una mano, suspendido en miedo a lo largo de la pared, un tipo calvo y desnudo siente el vértigo del amante en fuga. Unos metros más abajo, la firma del autor del libro Wall and piece, en cuyas páginas explica que hace plantillas con cartones que luego coloca en la pared y rocía con el spray de pintura de coches.

Banksy es un artista de guerrilla. La calle es su galería de arte. El campo de batalla donde ejerce simple, directo, rápido e impactante. Nada humano quiere que le resulte ajeno. Aquello que las autoridades tratan de ocultar -incluso a los espías- Banksy lo hace público. Sus denuncias son un arte-facto explosivo contra el sistema. A veces es el político, otras el del arte. Porque también es experto en entrar subrepticiamente en grandes museos para colgar obras de humor al lado de cuadros venerables -como la imagen de un hombre cavernícola empujando un carro de supermercado en una de las paredes del Museo Británico-. Sus piezas están muy cotizadas por personajes célebres del cine y en las casas de subastas como Sotheby´s o la de Miami donde llegó, procedente de un muro del barrio londinense de Wood Green, su grafiti robado Slave Labour (un niño cosiendo a máquina pequeñas banderas británicas) al precio de salida de 700 mil dólares. En picturesonwalls.com también se puede adquirir grabados suyos a 500 libras.

Hace unos días, en Valencia, han desaparecido tres mil carteles del Conejo Blanco con el que Paula Bonet ilustraba el festival La Cabina de mediometrajes de la semana que entra. El motivo es los sentimientos que sus ninfas despiertan en los adolescentes. Lo de Bansksy es fetichismo de ricos. Una actitud vital, una forma de poesía que Basquiat llevó a los museos y Cortázar a un hermoso cuento de amor en una ciudad tomada por el poder y el miedo.

Esta mañana, al salir, descubrí frente a mi casa un grafiti en la fachada de un edificio de protección oficial. Alguien había madrugado una pregunta en spray: «¿Por qué estamos en guerra?» Pensando la respuesta reflexioné si en cierto modo Bansksy no es también un espía, un ojo que ve lo que otros esconden o no quieren imaginar y después lo desvela. Fue un segundo. Luego seguí en dirección al cajero automático.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com