­­­La redención no llega a Marbella, mi pueblo. Ernest Hemingway, a través de uno de sus personajes favoritos, Robert Jordan, en Por quién doblan las campanas, se preguntaba si había un pueblo peor tratado por sus clases dirigentes que el español. Otro americano, también escritor, Paul Theroux, también se preguntaba sobre las motivaciones del ensañamiento de los que estaban convirtiendo las costas del Mediterráneo español y algunos de los paisajes más hermosos de las riberas de este mar nuestro en una pesadilla de cemento. Con una brutalidad que parecía copiada de la de los saqueadores coloniales de hace un par de siglos. Tan miope como perversa.

Acabo de regresar de un viaje que ha durado algo más de dos semanas. El retorno a mi pueblo, Marbella, ha tenido momentos surrealistas. Un viaje hacia atrás en el túnel del tiempo. Me encuentro con una intensa polémica en las calles y plazas de esta ciudad, depositaria de un pasado tan prodigioso como difícil de comprender para las élites que nos controlan. Me comentan convecinos y amigos que el actual equipo de gobierno del Ayuntamiento de Marbella, del Partido Popular, está entusiasmado con el descubrimiento de un nuevo filón. Según me dicen, muchos temen que podría tratarse de otro nuevo y tóxico maná, como los del caudillo soriano. Y que haría posible el llevar la luz verde municipal a proyectos de torres monstruosas de 50 plantas, repartidas por el término municipal.

Ustedes me perdonarán. Pero es inevitable el recuerdo estremecido de los tiempos no tan lejanos de Jesús Gil, aquel alcalde que inspiró hace diez años uno de los mejores artículos (The man from Marbella) de la historia del semanario The Economist sobre la corrupción. Y lo que ocurrió cuando ésta se instala en una maravillosa y hasta entonces modélica ciudad turística española. Los mismos tiempos que inspiraron un año antes al maestro Félix Bayón otro artículo brillantísimo, Yo sobreviví a Gil, cuyas líneas finales no puedo de dejar de citar hoy: «Es imposible huir del gilismo. Aunque le lluevan las condenas, Gil ha terminado imponiéndose. Ha ganado. Hay que reconocerlo.»

En el otro extremo del espectro, me cuentan buenos amigos ginebrinos, a los que conocí en las reuniones de trabajo de la Convención Europea del Paisaje, que están de enhorabuena. Hace escasamente un par de semanas, los ciudadanos de Ginebra, consultados por su ayuntamiento, han votado a favor de garantías totales de conservación, sin fisuras, de todas las zonas verdes que bordean el lago Lemán. Actuaciones como ésta nos permiten comprender lo que hace posible que la industria turística helvética sea la más sólida y la más rentable del planeta. Aparte de la más veterana. Los ciudadanos suizos saben que con sus patrimonios colectivos, con las cosas de comer, las de ellos y las de sus descendientes, no se juega.

También ocurrió algo parecido en Goa, la antigua colonia portuguesa en tierras de la India. El pueblo se echó a la calle para rechazar las atrocidades urbanísticas que las autoridades de esa provincia india pretendían imponerles. Los ciudadanos de Goa sabían que su ciudad y su entorno eran una joya turística, en muchos aspectos única. Como Marbella lo ha sido y debe seguir siéndolo. Parece que ellos, como los ginebrinos, también sabían que con las cosas de comer no se juega. Al final ganaron. Y el resto del mundo también.