Tan fácil estar muy lejos. Cártama, Pizarra, Álora, Cerralba€ Gibralgalia. Lugares lejanos para quien no los haya oído desde niño, como yo. Atalayas hacia otros mundos, todas acabadas en a, llenas de aes. La a, la vocal más abierta, la más valiente e inconsciente, quizá, de las vocales. La vocal del mar. La única que cabe en Málaga, a, a, y a, no hay otra. La escribo cuando se apaga el año, mirando la silueta de las montañas extinguirse tras el crepúsculo hasta mañana, que ya será 2014 y que leído hoy será ayer. La escribo cuando no hay nadie, están todos pero no hay nadie. Siempre es así para el que muere. Siempre es así para el que nace.

Repitiendo sílabas en voz alta convierto en sueños evocadores un puñado de topónimos rurales acabados en a. Sobre todo el último, Gibralgalia, por su sonoridad inhabitual, su doble sucesión de i y a; sus dos ges, sus dos eles, y, por último, esa b y esa r como dos polizones en una palabra barco para el que no tenían pasaje, pero en el que acaban creando una sílaba inesperada que vuelve remoto el lugar cercano que describe y que no es fácil de pronunciar: bral. Gi bral. Gi bral ga lia€

Reminiscencias árabes, godas, celtas, de conquista, de reconquista, una musicalidad de antes de los Trastamara, la dinastía que dio lugar a los Reyes Católicos, convertidos ahora en estrellas de la televisión cuatro siglos después. Una sonoridad de antes de los Habsburgo (o los Austria), y de mucho, mucho antes de los Borbón. Y mientras, mirando un trozo de sierra de la provincia malagueña desde la ventana de la habitación de un pequeño hotel rural, cortijo recuperado, apenas seis habitaciones, Posada Los Cántaros, siento que todas esas dinastías que se sucedían por la fuerza, sangrienta, de la sangre nos suceden aún, sobre todo a quienes nos refugiamos de la lluvia de no ser nadie bajo el paraguas de eso que por todo el mundo, conocido y por conocer, llamaron España desde la unión de aquellos reyes de Aragón y Castilla. España, aunque no se hubiera inscrito legalmente todavía en ningún tratado. España, se rompa o no se rompa en el nuevo año. Y todo dicho desde este lugar chiquito con un nombre tan grande, Gibralgalia, apenas pedanía junto al valle del Guadalhorce, mirando por la ventana esas montañas humildes -no son el Himalaya- que han soportado tanta historia sin inmutarse, y a las que no parece importar que un españolito del sur las utilice para garabatear una columna de año nuevo, mientras imagina que cada una de las palabras que escribe resbalan por sus laderas, convertidas en ganado sin pastor que las encauce de vuelta a donde ya no hay más que recuerdos y algunas fotos, imágenes que cada vez se vuelven más líquidas e inestables en la pantalla del móvil o el ordenador que ha sustituido al sólido álbum de cartón.

2014. Ya es el año que viene. Pero conviene recordar que el anterior también lo fue€