Cada vez que el ministro Gallardón abre la boca se apaga un ecógrafo en algún hospital. Cuando se apruebe esa ley del aborto que devuelve a las mujeres a la condición de eternas menores de edad del franquismo no sabemos qué ocurrirá en este Estado fundamentalista religioso con esa parte de la medicina llamada diagnóstico prenatal, que había avanzado tanto en los últimos años para alivio de las madres y padres, y en beneficio de la salud de toda la sociedad. Posiblemente se cancelen las asignaturas de la carrera de Medicina tendentes a conocer las anomalías de un feto, ¿para qué malgastar tiempo, dinero y talento? Que el embarazo vuelva a ser un misterio que se resuelve en el parto. ¿Para qué ecografías, amniocentesis, cribados y analíticas? Centrémonos en la urología y ampliemos la subvención a la grapadora del doctor Kovacs con lo que ahorraremos respetando los designios de la naturaleza. Pero yo no quiero hablar de esto. Que lo hagan los galenos, sean o no votantes del PP. Que se vayan al ministro de Justicia a explicarle cómo se cuenta a unos padres que su bebé vivirá lo justo para causarles un dolor extremo. Que nunca entenderá o caminará. Que carece de aparato digestivo. Que sus anomalías son compatibles con la vida, pero ¿qué clase de vida? Y que en todo caso su pequeño enfermo es asunto de ellos, no del Gobierno.

Yo prefiero hablar de lo que conozco. Porque lo que más me repugna de una ley atrasada que va a traer mucha infelicidad al mundo es esa especie de barro que cae sobre todas las mujeres, esa teoría de que abortaban por deporte hasta que llegó el exalcalde que arruinó Madrid a pararles los pies. La maternidad impuesta nunca resultará algo bueno. Pero hay que ser muy sinvergüenza para acusar de asesinato a quien se ve en el trance horrible de interrumpir un embarazo que presenta complicaciones insalvables. Suelen ser mujeres, parejas, que desean un hijo con toda su alma y que de repente ven el universo desmoronarse. Nadie obligaría a unos padres que quieren seguir adelante con una gestación problemática a pararla, ¿por qué ha de ser justo lo contrario? El ministro Gallardón se ríe de ese trauma porque carece de empatía. No lo ha vivido, ni le interesa. Qué rabia da. ¿Qué se ha creído ese tío? ¿Qué clase de personas cree que somos las mujeres?

Cuando te practican el cribado de anomalías congénitas tú ya has notado ese burbujeo del movimiento del bebé. Ya has conectado con él o con ellos. Les hablas, les cantas, les sonríes, haces planes. Les amas. Pero no te atreves a ser radicalmente feliz. Aún no le has dicho más que a los íntimos que estás embarazada, no sea que... Ya tienen nombre. Ya tienen un par de patucos, un oso de peluche y un chupete chiquitín. Todas las pruebas arrojan resultados positivos, pero en los papeles aparecen frases como «compatible con la normalidad de momento» que dejan resquicio a la duda. No lo quieres pensar hasta el día de antes. Tienes que llamar el martes a las 8 de la mañana. No pegas ojo en toda la noche: ¿y si te dicen que...? Lloras, abrazas tu barriga, rezas, piensas en positivo, les arrullas, les hablas. ¿Y si tienen algo malo? Qué noche más larga, señor ministro. Eterna. A la hora en punto te dicen que todo está bien. Vuelves a llorar de felicidad. No quiero ni pensar en todos esos padres que reciben la peor noticia. Qué día más largo les espera, señor Gallardón. ¿No merecen un poco de compasión y de ayuda? ¿No tienen derecho a decidir el futuro de su familia, a limitar en lo posible su maldita mala suerte?