Qué país, que no sea Italia, soportaría la imagen que hemos visto estos días? Un escuadrón de policía, enviado por un juez discreto y sereno, vigilaba la sede de un partido cuyo presidente es también el presidente del Gobierno. El juez, se dice, está enojado, porque ese partido, cuyo responsable último es Mariano Rajoy, no le envía dato alguno para ultimar la investigación sobre el uso de dinero negro en la reforma de la sede de la calle Génova. La cuestión no es menor. Si se lograse demostrar que se ha producido ese pago, que aparece registrado en los papeles de Bárcenas, el conjunto de apuntes que todos conocemos, y que testimonian una contabilidad B, alcanzarían el rango de cuenta oficial del Partido Popular. La consecuencia, por elevación, sería muy sencilla: el manejo de fondos que se llevaba el contable Bárcenas, y que nos escandalizó por cuanto ascendía a más de cuarenta millones de euros, sería el dinero mismo del partido. Bárcenas no sería el tipo que anda por libre llevándose dinero a casa, sino el pulcro responsable del dinero negro del PP. No nos quisimos enterar cuando un SMS le daba ánimos al viejo amigo para que aguantara. Tampoco cuando se destruyeron todas las pruebas posibles. Ahora el juez nos lo dice a voces: el presidente de Gobierno no colabora con la justicia. Y es preciso enviarle la policía.

¿Estaría incurso el señor Rajoy en la misma norma que su ministro del Interior intenta aprobar para impedir manifestaciones políticas hostiles? O por el contrario, el hecho de que la policía tenga que rodear Génova, ¿será visto por el ministro Fernández como un acto más de desacato y resistencia a la autoridad? ¿O con la norma en la mano, será el juez Ruz el que tendrá que tocarse las carnes antes de encarar ciertas actuaciones? Al fin y al cabo, ellos dicen que desean perseguir a quienes ofendan a las instituciones o las amenacen. ¿Qué instituciones? Dicen que las gubernativas y legislativas. Pero, con la ley en la mano, la forma de gobernar y de legislar de Rajoy es una amenaza para cualquier institución solvente, pero sobre todo para una que, como nuestro Estado, apenas lo es. Sea como decidan que sea, este país está muy cerca de convertirse en un esperpento. O en algo peor. Si un presidente de Gobierno, en su faceta de presidente de un partido, se niega a colaborar con la justicia, entonces, no podemos sino recordar la célebre frase de san Agustín: «Sin la justicia, ¿en qué se diferencia un Estado de una banda de ladrones?».

Si uno lee la crónica de Manuel Mora en El País del domingo, es preciso hacerse la pregunta una y otra vez. ¿Cuál de las dos cosas citadas por san Agustín hemos sido? Si alguien no tiene clara la respuesta, basta que recordemos los diálogos entre Blesa y Aznar. Sí, hay que leerlo todo, hasta la letra pequeña, para entender en qué se convirtió este país, en que se transformó el mundo de las finanzas, pero también del arte, cómo se forjó un circuito de artistas privilegiados con compras millonarias y viajes rumbosos, en medio de los cuales siempre cerca de Aznar aparece la señora Ciscar, con chinos incluidos. ¿Qué hemos sido? Que decidan de nuevo ellos. La pregunta no es, sin embargo, la central. La más importante es: ¿sólo lo supimos ahora? ¿No pudimos saberlo antes? ¿No teníamos de verdad ni idea? ¿No podríamos haberlo investigado entonces, cuando lo intuíamos, cuando lo sabíamos moralmente? ¿Estamos libres de que no esté pasando de nuevo?

No estamos seguros. Lo más terrible es que un gobierno así es débil e impotente para defender a su gente. Duro con todos sus ciudadanos, obsequioso con nuestros acreedores, está sostenido internacionalmente porque ha prometido pagar. Por nada más. Si hoy tiene algo más de crédito es sólo porque ahora es verosímil que paguemos hasta el último céntimo sin rechistar. Pero su debilidad es extrema, como se ha visto estos días con la nueva ley del aborto. En una ráfaga televisiva, aparece Martínez Camino. Es una imagen de hace un par de años. «Esta ley [la del gobierno Zapatero] debe ser derogada lo antes posible», dice imperioso. Parece que no habla con nadie. Pero no es así. Sabía a quién se dirigía. El Gobierno, en primer tiempo de saludo, acaba de obedecer. ¿Cabe más demostración de doble rasero? Duro con los ciudadanos, a los que ahora podrá perseguir con multas tras oprimirlos con continuas reducciones de derechos; pero obediente con los poderosos: ese es el destino de un presidente de Gobierno que no tiene otra aspiración que ganar tiempo, con desprecio de cualquier otra consideración. Suponiendo que la ley Zapatero fuera un exceso no demandado socialmente, ¿era preciso ir más atrás de la bien asentada ley en los tiempos de González, asumida por toda la ciudadanía sin escándalo y respetada en los usos sociales? ¿Era preciso ponerse de nuevo en la cola de Europa? ¿Era preciso obedecer hasta ese punto, con esa forma de obedecer de quien no tiene criterio propio, incondicional? ¿A esta jerarquía, que tiene los días contados? ¿A esta jerarquía, que no es capaz de defender la religión con medios religiosos y que necesita continuamente el atajo de imponer sus puntos de vista por medios jurídicos a la totalidad de la población? ¿A esta jerarquía, que ha hecho de este el país menos religioso de Europa?

En algo se parecen esta jerarquía eclesiástica y el Gobierno: los dos aspiran a imponer a los ciudadanos medidas que sólo un secuestrado podría aceptar. Como si fuéramos de su propiedad, el uso brutal del poder le exige a los dos imponer leyes por completo ajenas al mayor consenso social, que sólo convienen a una minoría de personas extremas, carentes por completo de la capacidad de persuadir a una mayoría social. Bueno, que el aborto no sea un derecho discrecional omnímodo. ¿Pero era preciso ir a una restricción tan radical de los supuestos? Y eso mientras además sabemos de estos actores lo que sabemos: que no cooperan con la justicia y que han convivido de forma íntima con aventureros, impostores, extorsionadores, comisionistas, arribistas, gentes que estaban decididas a aprovechar sus cargos públicos para favorecer a los propios. Justo cuando son más detestados, justo entonces se dedican a imponernos lo más impopular y lejano al estado de opinión de la ciudadanía, y justo entonces son más arrogantes en su desprecio por las normas del Estado de Derecho.

¿Es asumible esto? ¿De quién nos va a defender esta gente? ¿Son estos los que tienen que hacer frente a la deriva soberanista de Cataluña? ¿Son estos los que tiene que convencer a Europa de que Cataluña es el problema? ¿Son estos los que tienen que demostrar que es un capricho injusto la idea de abandonar un Estado cuyos políticos más representativos carecen de vergüenza y dignidad? ¿Son estos los que deben defender los valores de amistad cívica y de la solidaridad de pueblos? ¿Son estos lo que pueden pronunciar la idea de ley, son ellos los que van a defenderla, ellos, que han violado todo sentido de lo justo? Su capacidad de ordenar algo en favor de los ciudadanos la hemos visto. Cuando el plan energético se negó a sindicar la deuda tarifaria de las eléctricas como deuda pública, y cargarla al bolsillo ciudadano, vimos cómo reaccionaron las eléctricas. Primero con apagones clamorosos en Madrid, sembrando el desconcierto en poblaciones de la periferia metropolitana. Luego, disparando la subasta hasta el 22% del precio. Lo lógico de este Gobierno hubiera sido que se hubiera abrazado a otro de nuestros secuestradores, a las grandes corporaciones procedentes de los monopolios del Estado, que siguen siéndolo, por cuanto la pluralidad de compañías no es sino la forma expresa de repartir el pastel. Como sindicato de secuestradores de los intereses públicos, este país funciona bien. Pero cuando uno de los beneficiarios de los secuestros se enfrenta a otro, tampoco debemos alarmarnos. Llegarán a un acuerdo para dividir el botín. La tarifa no subirá al 11%, pero se quedará en el 8. Es sólo una negociación entre los que tienen a este país secuestrado.