Isabel II de Inglaterra quiso indultar a Galileo, pero le comunicaron que el Vaticano se le había anticipado. Por tanto, la reina británica se conformó con extender el perdón navideño a Alan Turing, padre de la inteligencia artificial porque ninguna otra podía igualar a su talento natural. Es un precursor de la talla del italiano, que se suicidó hace seis décadas tras una condena por mantener relaciones homosexuales consentidas. Tal vez sea casualidad que su reivindicación coincida con la elevación de otro homosexual británico, el masoquista Francis Bacon, a la condición de artista más cotizado de la historia.

La lista de los diez científicos más importantes del siglo XX, equivalente a la relación de las diez personas más importantes en el mismo periodo, incluye forzosamente a Turing. Y también lo hará aunque sólo cuente con cinco nombres. El Galileo de la informática ennoblecería el término visionario, si no se hubiera distorsionado para aplicarlo a decoradores de interiores. Sin embargo, compite con Kurt Gödel en la categoría de los pensadores más importantes oscurecidos por la celebridad de Einstein.

Gödel interaccionó con Einstein en Princeton sin convencerle de la racionalidad de la vida ultraterrena, y establece que ninguna verdad es absoluta porque debería abarcarse a sí misma en su enunciado. Turing da nombre al famoso test para distinguir al ser humano de la inteligencia mecánica más evolucionada. También descifró el código nazi Enigma, corrió maratones, avanzó los ordenadores y resolvió a diario los endiablados crucigramas del Times camino del trabajo. En resumen, un perfecto inadaptado. No es de extrañar que Turing y Gödel compartieran la obsesión por la Blancanieves de Walt Disney. El inglés se suicidó comiendo de una manzana envenenada como en el cuento, el centroeuropeo se dejó morir de inanición, sin probar la fruta prohibida por miedo al envenenamiento. Turing pensó a sesenta años de distancia, el precio de su perdón.