En el pasado viví varios futuros. Suena raro pero es algo que pasa por cumplir años, que es lo que se está cumpliendo ahora, un año más, como cada año. En la distancia temporal voy notando que cada año me gusta más comer uvas y menos oír campanas y he dejado de hacerme propósitos después de comprobar que lo que se cumplen son los despropósitos. Mi primer futuro, el que se llevaba hace medio siglo, decía que con el tiempo todo iba a ir a mejor porque en el avance se alcanzaba el progreso. Este futuro duró prácticamente hasta anteayer, o así lo siento, quizá porque con los años el tiempo se apelotona y, cuanto más se aleja el pasado, más cerca se siente.

El progreso iba a ser una vida ciudadana europea, una forma educada de comportarse, calles limpias, parques cuidados, guarderías infantiles, residencias de ancianos, transportes públicos, trenes puntuales, conocimiento de idiomas, bibliotecas, divorcios amistosos... Luego el progreso se cambió por la riqueza que se quedó en un piso pequeño y un coche grande y el futuro pasó a estar al final de la hipoteca y era un lugar donde los jóvenes pagaban las pensiones y los viajes en temporada media y baja de sus mayores.

Hay futuros que no llegan a ser. Cuando había 6 millones de inmigrantes los que hoy gobiernan se preocupaban de si España iba a ser parda o negra y, quizá, de otra religión. Ahora hay 6 millones de parados y se preocupan de si España va a seguir siéndolo, después de tanta pureza territorial. No hay futuro, pero no porque tuvieran razón los punk sino porque nunca lo hubo. Vaya, que no lo hay, que, aunque nuestro cerebro trabaje tanto con la previsión como con la visión, no hay más que presente. Menos mal que el futuro no existe porque sería un asesino que viene a por nosotros y nos deja de cuerpo presente. Además, ahora es un lugar asqueroso.