Si Ricardo de la Vega tuviese que escribir hoy, de nuevo, el libreto de La verbena de la Paloma, tal vez hiciera decir a Don Hilarión, en lugar de su famoso parlante «hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad», un más contemporáneo «hoy los derechos atrasan que es una barbaridad».

No me gusta hacia dónde vamos, quizás porque venimos de allí y mi memoria, que me salió mejor que el estómago (sin duda alguna para mi desgracia), me susurra que aquellos tiempos únicamente fueron mejores porque éramos más jóvenes.

No me gusta lo que estoy viendo llegar porque es como si estuviese mirando por el retrovisor. La vida va tomando unos tintes grises que ya había visto antes, en los tiempos aquellos en que se heredaban los pantalones de los hermanos mayores, los Reyes Magos traían dos pares de calcetines y un pijama, y los curas párrocos emitían certificados de buena conducta. Aquellos años en los que la religión, una determinada religión, estaba por encima de la ley porque marcaba la tendencia del legislador, y creer era obligatorio y quien no creía se condenaba aquí y en el más allá, porque se confundía constantemente el pecado con el delito.

No, no me gustan estos tiempos en que con seis millones de parados y creciendo, a los gobernantes les importa más nuestra moral que nuestras digestiones, lo que creemos que lo que comemos, y se afanan, antes que en procurar que todos podamos vivir con una mínima dignidad, en recortar los derechos conseguidos cuando se logró por fin desligar la fe de la legislación.

No me gustó nunca la presencia severa, amenazante, del Vigía de Occidente, que parece haber vuelto a su atalaya. No me gustó su manera de imponernos el camino de la santidad, de tratar de convertirnos a todos en mitad monje, mitad soldado. Estos son ya otros tiempos, habrán de asumirlo, y deberían abandonar ese absurdo empeño en llevarnos hacia atrás. La crisis de la economía no puede ser una coartada para desempolvar viejas maneras, para transformar el país en un cuartel o en un convento. Es preciso respetar todas las creencias, pero también es preciso que quienes creen en lo que les parezca bien creer no traten de imponerlo a los demás. Cabe dentro de lo posible que muchos estemos yendo hacia nuestra perdición, a la condenación eterna, pero hasta esa libertad es nuestra y ha de ser respetada. Seguramente soy un pobre pecador, pero de ninguna manera eso debe convertirme, ni a los ojos de ningún dios ni a los de ningún hombre, en un criminal.