Sabemos por el telediario que hay gente que va a pasar el fin de año al fin del mundo. En una tierra redonda, uno pone el fin del mundo donde quiera, como el listo del cuento ponía el centro de la Tierra a los pies del rey. (El centro de la Tierra está bajo los pies del Rey y de los tuyos, sí profundizas, como en todo). Lo que vienen a decir estos viajeros de calendario, desde el vacío desierto en Marruecos o desde la colmada Times Square de Nueva York, es que van a por una experiencia, a sentir, conocer o presenciar algo. Las experiencias se identifican con vivir cosas que merecen la pena y que se buscan voluntariamente. Tiene gracia cuando el que cuenta la experiencia dice que es algo que quiere vivir «en primera persona y en directo». Decir en persona parece poco en una sociedad en la que se accede a tanto a través de los medios de comunicación.

Todo el mundo ha visto la Gioconda aunque quizá fotografiada, no en el Louvre. Lo nuevo es que se la va a ver a través del objetivo de la cámara, con una lente de por medio, como la del libro pero en el museo. Se la ve de oídas por el teléfono móvil. Nos gusta la experiencia del simulacro. La guerra es una experiencia pero pocos quieren vivirla. Si las atracciones no estuvieran encerradas en un parque serian repulsiones. Lanzarse en caída de 120 metros pierde interés si es al duro suelo, sin arneses ni gomas. Las películas se ven bien en casa e ir al cine se le llama «experiencia» (controlada, porque todo está escrito) pero en tres dimensiones, en Dolby estéreo porque de ilusiones ópticas y acústicas también se vive.

La experiencia inédita sería vivir las cosas en segunda persona y en diferido, viviendo en el presente algo de otro, pasado o futuro pero sólo vivimos en primera persona del singular y, algo, en primera persona del plural. Por eso el año acabado fue, colectivamente, una mierda pero personalmente puede haber sido muy bueno.