Los espejos también están en crisis. Concentrados y obsesionados como estamos por la crisis económica, apenas hemos reparado en que muchos otros seres, quizás como consecuencia de esta crisis económica (eso habría que estudiarlo), también están en crisis. Los árboles, por ejemplo, que este otoño pasado han dejado caer las hojas con más parsimonia, incluso con más tacañería. O la lluvia, que, imbuida del espíritu generalizado de ahorro y de previsión que dictan los tiempos, y olvidándose, al menos en nuestros pagos, de las grandes inundaciones de antaño, está precipitando sólo las gotas que le sobran, las gotas que se le escapan casi sin querer de su aljibe colgado de las nubes. A las pequeñas cosas (las sillas, las manchas en la pared, el ruido de los vecinos, las asas de las bolsas de basura, los envoltorios de las chocolatinas, las perchas, el calor de los radiadores, las estanterías, los grifos) cada vez se les nota más el miedo que tienen a seguir siendo lo que son. No vaya a ser que venga alguno de los muchos que han suplantado las funciones divinas (los mercados, los ministros, el capital...) y les recorten un porcentaje de su ser o, más adelante, cuando la crisis aumente su presión, incluso les tache sin contemplaciones de la lista de los seres. Los árboles, la lluvia, las lámparas: la crisis está mustiando nuestra realidad cotidiana y haciéndola más gris, más timorata, más incierta, menos cómplice, menos útil.

También a los espejos, como decía, se les está notando los años de crisis que llevamos y los nefastos años por venir que nos aguardan. ¿No han notado ustedes que, de unos meses a esta parte, los espejos nos reflejan a regañadientes, como si no creyeran en nosotros y como si, de manera complementaria, no creyeran en el trabajo que realizan? Los espejos deben de estar hartos, y con razón, de dar tanto y de recibir tan poco a cambio. Hartos de su sueldo miserable y de sus jornadas interminables, que además, al final de sus días, no acabarán en una jubilación honrosa y viajes bien merecidos a lugares exóticos, sino hechos cachitos en algún contenedor de vidrio o, con mayor frecuencia, en un vertedero nauseabundo. Los espejos están hartos de ayudarnos a peinarnos, a maquillarnos, a probarnos un traje, a ponernos la corbata, a aumentar el morbo placentero de nuestras relaciones sexuales, a afeitarnos, a depilarnos las cejas, a lavarnos los dientes, a ensayar pasos de baile o posturas con el violín o la flauta travesera, a adelantar en la carretera, a aparcar, a encender fuego, a hacer señales en el monte o en el mar. Hartos de servir para tantos asuntos imprescindibles cobrando por ello la calderilla de la conciencia, el salario de los poetas mendigos, las migajas de una metafísica que, desde los viejos filósofos griegos y hasta no hace tanto, les otorgaba un papel central en su explicación de los mecanismos del Universo, sin la cual, por cierto, nadie podía (no sé ahora) explicarse a sí mismo.

Que los espejos estén en crisis es un síntoma de que la crisis ya no cree ni necesita a los espejos. La crisis no desea mirarse a sí misma porque sabe que eso, mirarse, establece una distancia (entre el yo que mira y el yo que es mirado) que la podría obligar a reflexionar. La crisis no quiere reflexionar porque se gusta tal y como es: brutal, inmisericorde, engañabobos, falaz. Por eso no es extraño que los espejos se estén apagando poco a poco.