Este año se conmemora el centenario de la primera de las grandes catástrofes de un siglo por desgracias abundante en ellas. Han transcurrido sólo cien años desde su inicio y parece que fuera ya hace un milenio de aquella espantosa carnicería que hoy nos cuesta mucho imaginar en Europa.

A lo largo de los próximos doce meses veremos publicarse en todos los idiomas libros y sesudos artículos que tratarán desde todos los ángulos «La Gran Guerra», como se la conoce también en Francia e Inglaterra.

Historiadores de distintas nacionalidades analizarán - en realidad llevan tiempo haciéndolo ya- las causas de la ceguera colectiva que llevó a aquella monumental tragedia. Ceguera no sólo de los políticos, incluidos los de izquierda, sino también de numerosos intelectuales: desde Werner Sombart hasta el primer Thomas Mann.

Y seguirán polemizando sobre quiénes fueron los principales culpables de su desencadenamiento, pero también los responsables de no haber movido un dedo para impedirla.

Volverán a preguntarse sobre todo por qué, a partir de determinado momento, todos consideraron como inevitable un conflicto insensato del que cada uno pretendería luego sacar la mayor tajada, que iba a cambiar profundamente no sólo el mapa político europeo, sino también el del Próximo Oriente y marcaría el estreno de EEUU en el escenario europeo.

Una gran conflagración provocada, como se sabe, por un magnicidio en una región especialmente conflictiva como son los Balcanes: el asesinato del heredero del trono austrohúngaro en Sarajevo por un joven serbio.

Aquel suceso podría haber quedado en la ejecución o las condenas a largos años de cárcel de los responsables de la conjura, pero el longevo emperador Francisco José, tío de la víctima, quiso dar un escarmiento al nacionalismo serbio, propósito para el que obtuvo el beneplácito del káiser alemán.

Cuando uno ve en las fotos de los trenes que llevaban al frente a los soldados alemanes la inconsciente frivolidad de pintadas como «Excursión a París», «Hasta la vista en el bulevar» o «A la lucha que me pica la punta del sable» y sabe lo que ocurrió después, con 16 millones de muertos y 20 millones de heridos, no puede evitar pensar en la locura que ataca a veces al género humano y maldecir la ceguera de todos los nacionalismos.

Nacionalismos y populismos que, estamos viendo ahora, vuelven a resurgir en todas partes y que no son ya una pugna entre imperios, sino consecuencia de una crisis económica provocada por una globalización sin control que suscita nuevas inquietudes y temores entre las clases medias y trabajadoras.

Si surgen movimientos xenófobos como Amanecer Dorado en Grecia, el país más azotado por la crisis, el Frente Nacional francés, y sus equivalentes en Bélgica, Finlandia o en algunos países ex comunistas es porque los afectados no ven que los partidos que debían hacerlo no los defienden como esperaban.

No se explica de otro modo la caída en picado de los partidos socialistas y socialdemócratas, a los que muchos acusan de haberse rendido a la lógica del capital financiero dominante y hacer muy poco por atajar las causas diversas de la precarización del trabajo y el progresivo empobrecimiento de las poblaciones. Y ya hay quien, sobre todo en Grecia, acusa a la Alemania de Angela Merkel de insensibilidad, de prepotencia y de seguir una política como la del káiser, aunque sea ahora con métodos pacíficos: su gran poderío económico. Estamos de nuevo sentados sobre un volcán, aunque sea de tipo muy distinto, y algunos líderes parecen tampoco esta vez no tomarlo demasiado en serio.