Los cuentos de Navidad han concluido. La realidad de la existencia cotidiana, de nuevo, se vuelve a asentar en las membranas del acontecer ciudadano frente a un novel año que tildan de esperanzador nuestros gobernantes: estos entendidos que concentran muy poco significado en un máximo de formulismos jugando constantemente con las palabras, y donde cada frase la transforman en un acertijo gracias al uso -muy generalizado- de lo más dispares mecanismos de una retórica ya cansina. Entre tanto, los malagueños desean continuar con los efluvios de los reflejos de esas lámparas de lágrimas que iluminaron los ánimos en el deambular de unos días en los que todo se silencia, momentáneamente, por el bien de nuestra lozanía emocional. Y mencionando a la salud, último pensamiento grabado después de que los juegos de azar pasen como transeúntes efímeros a los que nos tienen educados sociológicamente al final y principio de cada añada, con la provocación de intentar perpetuar ese halo de optimismo para conducirnos a la supervivencia anímica, rememoro a La Suiza -nombre de la mujer de aquellos cafés entrañables de tertulias arropadas por tazas ardientes, copas cegadoras y hablar fluido entregado hacia la evaluación de un diagnóstico sobre la gravedad de una sociedad inmutable ante su penar; todo ello alrededor del acogedor frío mármol de sus mesas ya olvidadas- que emerge, desde su paradisiaca neutralidad rocosa, fría, nevada y resbaladiza para fracturar la pelvis a una Dama: Europa, en unos momentos donde las fábulas se van tornando en leyendas de la más genérica literatura gótica. No quiero. No deseo comenzar este nuevo calendario con los mismos síndromes económicos y políticos que diseñaron el lapso anterior. Anhelo -parafraseando a Baltasar Gracián- que la costumbre tediosa de nuestra subsistencia disminuya, y una mediana novedad venza a estas eminencias envejecidas por sus discursos aciagos. Bienvenido 2014 con sus cambios. Así sea.