Fatalmente asediada su salud por el cáncer, un vecino de Aragón tomó hace cinco años la decisión de exiliarse del mundo en una tubería bajo un puente del Ebro, donde ahora acaba de morir. Nadie en su sorprendida familia tenía noticia de la vida de homeless que durante este tiempo llevó por deseo propio Luis Huertas, lo que da a su historia un cierto halo de cuento negro de Navidades. Mucho más que eso, probablemente se trate de un inhabitual ejercicio de dignidad.

El extraño caso evoca la costumbre esquimal -tan distante- del «retiro de la aldea» que practicaban en época más difícil que esta los ancianos de los pueblos del Ártico. Llegados a una edad añeja, los veteranos se apartaban del poblado para morir en soledad con el propósito de ahorrarles la carga del cuidado y la manutención a sus familiares.

No era esa la situación de Huertas, desde luego. El aragonés disponía de una pensión de entre mil y dos mil euros mensuales que le hubiera permitido vivir sin especiales apremios los últimos años de su existencia. Tampoco le faltaba el apoyo de la familia, con la que convivía en un pueblo de Teruel hasta que le llegó el diagnóstico de una dolencia que ponía su vida a plazo más o menos fijo de caducidad.

Fue entonces, en apariencia, cuando el protagonista de esta singular historia optó por apartarse del mundo para ahorrar a sus familiares la congoja de su agonía, el progreso de las metástasis, el inevitable deterioro físico. Un día como otro cualquiera dejó la casa familiar y ya apenas se volvió a saber de él, salvo algún encuentro fortuito. Solo ahora, cinco años después, se ha podido conocer por fin la extraordinaria decisión que le llevó a escoger el exilio en una tubería y la vida bajo un puente.

La historia es tan irreal que remite fatalmente a la literatura. En sus Cuentos contados dos veces, Nathaniel Hawthorne narra en efecto otro caso vagamente similar extraído, según el autor, de un periódico de la época. El protagonista es un inglés, de apellido Wakefield, que un día deja a su familia sin motivo aparente para irse a vivir a una casa situada a solo un par de calles de la suya. Su propósito era averiguar cómo reaccionaría su esposa a una semana de viudez; pero poco a poco lo va alarmando la sospecha de que la señora Wakefield está menos conmovida por su ausencia de lo que él desearía. Es así como va dilatando el regreso a su hogar: primero unos días; luego unas semanas y después unos meses hasta que acaba por acumular veinte años de abandono. Hawthorne lo resume así: «Sin haber muerto, Wakefield había renunciado a su lugar y a sus privilegios entre los hombres vivos».

Algo de esto hay también en la aún más asombrosa -y real- historia del aragonés que renunció a una confortable vida de clase media para evitarles a sus próximos y a sí mismo las amarguras de una larga agonía. Sorprende, si acaso, que ese acto de esencial dignidad y generosidad le llevase al extremo de convertirse en un sintecho que, en su discreción, ni siquiera llegó a hablar de su enfermedad al compañero de fatigas que tuvo bajo el puente durante los últimos cinco años.

Decía Manrique que nuestras vidas son los ríos que van a dar al mar. En estos modernos y mucho más ácidos tiempos, algunas vidas pueden acabar desembocando, sin más, en una tubería. La que algunas gentes excedidas de dignidad eligen, por no molestar, como generoso lugar de exilio.