En el libro Los trucos del formador, coordinado por Gregorio Casamayor en la Editorial Graó, en el que se nos invitó a participar a un grupo de profesores y profesoras de diversos niveles del sistema educativo, publiqué hace algunos años un artículo titulado «Epistemología genética y numismática o el absurdo arte de la copia».

¿Por qué ese título un tanto rocambolesco? Para hacer visible lo absurdo que es que se articulen las clases universitarias sobre la copia de aquello que dictan los profesores. En mis tiempos de estudiante universitario me preguntaba casi obsesivamente: ¿por qué tenemos que copiar todo lo que ya está escrito en los documentos del profesor o en los libros? ¿No se nos puede hacer una copia y dedicar el tiempo a otras tareas más ricas intelectualmente, más sugerentes, más complejas, tareas como aclarar, comprender, debatir explicar, aplicar, investigar€?

¿Por qué perder ese tiempo precioso? ¿Por qué desplazarse, sentarse, escuchar y copiar si se puede disponer del documento sin moverse de casa?

El problema es que algunos profesores y profesoras, si no dictan apuntes, no saben qué hacer. Dar clase es dictar. Es lo que han visto durante toda su vida de estudiantes y, después, en su experiencia docente. Dar clase es subirse a la tarima y dictar apuntes. (No generalizo. Hay excelentes profesores y profesoras universitarios. Hay excelentes maestros. Lo sé. Toda mi admiración y reconocimiento para ellos y para ellas).

Hay muchos profesores del tipo de los que se describen en el hermoso libro de Ken Bain: Lo que hacen los mejores profesores universitarios, editado por la Universidad de Valencia. De ellos se dice: Cuando uno de estos profesores inicia una experiencia de aprendizaje es como si una amigo invitase a sus amigos a cenar y no como si un alguacil sentase en un banquillo a un acusado (cito de memoria).

¿Qué contaba yo en aquel artículo en el que criticaba la copia? Contaba con mayor detalle del que me puedo permitir aquí, una experiencia que les había propuesto al grupo de alumnos de mi asignatura y que ellos y ellas habían aceptado con entusiasmo.

Estaba en el despacho. Tenía clase a las 12. Bajé al aula, intencionadamente, diez minutos más tarde de la hora. Al avanzar por el pasillo en el que estaba el aula noté decenas de flasehes invisibles:

¡Ya viene ¡Él es!!

Entraron en el aula sin mediar una palabra mía. Se sentaron. Subí a la tarima y, con gesto serio, dije:

Señores, señoras, la asignatura que nos ha correspondido compartir durante este cuatrimestre, como saben, se denomina «Organización de las instituciones educativas». Es una asignatura, larga, compleja y difícil. Y, como el cuatrimestre es corto, vamos a comenzar hoy con el primer tema. Se trata del tema fundamental, de los cimientos sobre los que descansa todo el edificio científico de la disciplina.

Muchos tenían ya preparados sus cuadernos y bolígrafos. Algunos, sus ordenadores. Otros los sacaron en ese momento.

Escribí en el encerado con letras mayúsculas: Epistemología genética y numismática de organización Escolar. Y añadí:

Dividiré este tema en dos grandes apartados: Vertiente diacrónica: cómo ha evolucionado la epistemología genética y numismática en los últimos veinticinco años y vertiente sincrónica: cómo se encuentra esa parcela de conocimiento en nuestro entorno cultural. Acompañé las notas del encerado con las grafías griegas.

Copiaban casi todos. Algunos me miraban displicentes. Se podían leer sus pensamientos y se podía adivinar en sus caras el aburrimiento y la decepción. Para hacer copiar a los remisos, añadí:

Seguí explicando. Unos minutos después, anuncié:

Punto final de los apuntes por este cuatrimestre.

El desconcierto era patente. Si no va a haber apuntes, ¿qué es lo vamos a hacer?, se preguntaban.

Bajé de la tarima. Les invité a enmarcar las hojas con los incipientes apuntes. Les pedí que escribiesen debajo: La enseñanza en la Universidad y que añadiesen el adjetivo que esa enseñanza les mereciese. Entonces pregunté:

¿Alguien quiere decir qué es lo que ha pasado aquí desde que yo llegué?

Nadie se atrevía. Pasaron unos minutos de tenso silencio. Hasta que alguien levantó la mano y dijo:

- Yo no entendía nada.

- ¿Por qué no preguntabas? Cuando no se entiende lo lógico es preguntar, dije.

- Pensé que ya lo estudiaría yo solo cuando llegase a casa.

Fueron escribiendo en el encerado las frases que describían y analizaban lo sucedido. Una vez rota la compuerta de la indecisión, las intervenciones se sucedían en cadena. Si mal no recuerdo, 35.

Luego pregunté quién había anotado en sus cuadernos aquellas ideas que entre todos habían elaborado. Nadie. Les pedí que levantasen la mano quienes hubieran reproducido las frases sin sentido que yo había dictado. Todos.

- ¿Por qué?, pregunté.

- Porque, supuestamente, de nuestras frases no iba a haber examen, dijeron.

- ¿Qué hacemos ahora?, dije. Porque la tentación es subirse a la tarima y empezar haciendo lo mismo, ahora en serio.

Les pedí disculpas por lo que había hecho. Todos coincidían en pensar que la tragedia consistía en que esos minutos pudiesen prolongarse durante todo el cuatrimestre. Les invité a participar en una experiencia de aprendizaje compartida que diseñaríamos entre todos. Dijeron que sí entusiasmados.

En grupos de cuadro o cinco respondieron a estas preguntas€ ¿Qué queremos (debemos) aprender en esta signatura? ¿Cómo lo podemos aprender? ¿Cómo vamos a saber si se ha aprendido? ¿Cómo nos vamos a organizar?

Lo hicieron. Con todas aquellas ideas construimos un proyecto que seguimos fielmente. Y que había sido el fruto de sus expectativas, deseos, necesidades y preocupaciones.

Cuando llegó el momento de decidir lo que hacer para la evaluación acordaron conmigo que no habría exámenes, que no habría una evaluación única para todos, que la evaluación no tendría lugar solo al final. Que ellos harían una autoevaluación razonada que influiría en la calificación, que haríamos una evaluación de la experiencia y no solo de sus trabajo y rendimiento€

Redactó el documento de trabajo una comisión que yo presidía. Juntos habíamos decidido los objetivos, los contenidos, los métodos, la evaluación y las normas. No era mi proyecto de viaje para ellos. Era el proyecto de un viaje que querían hacer conmigo.

Un colega me puso la siguiente objeción (algunas veces la hacen los propios alumnos):

¿Cómo pueden construir los contenidos de una asignatura quienes no la conocen? ¿Y si un grupo de alumnos de anatomía no quisiere incluir el corazón?

Mi respuesta es que yo estoy allí con ellos. No están solos. Mi papel no desaparece, se transforma. Yo les puedo explicar a esos increíbles alumnos de anatomía que no quieren estudiar el corazón por qué es imprescindible su estudio para comprender el funcionamiento del organismo humano. Y si no soy capaz de persuadirles de algo tan obvio, tengo que dedicarme a otra cosa.