Una convención de francotiradores. Cada uno, un apellido. La marca del calibre, el ángulo desde el que se orla el objetivo, la huella que deja la bala al entrar y al salir de la realidad a la que se dispara. Se les conoce por una de estas cosas. La firma que define a los francotiradores también es la trayectoria que han ido construyéndose desde una atalaya a otra. Unos prefieren ser nómadas - carecen de querencia hacia un hogar en el que jubilarse- mientras tengan fuerza en los dedos y una mirada sin ninguna clase de cataratas. Otros son leales, cuerpo de élite de una empresa que convierten en empresa propia. Ninguno cree en otra libertad que no sea la vigilada. Y saben que su precio hace tiempo que se ha devaluado. Lo que les afama es la sangre que genera y salpica su disparo. La limpieza con la que ejecutan su cometido y abren en los demás el monólogo de un silencio pensativo. Francotiradores. La mayoría tiene la identidad de un lenguaje. La madurez y las cicatrices elegantes de ser y estar. Y alguno, un futuro con incógnita anglosajona. La pregunta no empieza en la atrevida actitud, en el torrente de la vocación ni en la ebriedad de una juventud que no ha aprendido a medirse ni a medir. Si hay talento y humildad los defectos, incluidos los de los ecos, terminan desvaneciéndose. Es el horizonte laboral el que tiene el signo del enigma.

Francotiradores. No los ha reunido una cacería. De hecho, no hay políticos cerca. La realidad sí que los rodea, como siempre. Lo mismo que el espanto y el frío que generan los dientes incisivos de la economía, que la turbia naturaleza del poder, que la poesía de lo cotidiano que a unos rebela rousseaunianos o camusianos y a otros exilia en una vida secreta. No se trata tampoco de unas maniobras ni de unos ejercicios sobre el espíritu y la carne. Ha sido un cumpleaños lo que los ha reunido. El de Manuel Alcántara. Un maestro francotirador. Poeta de columna en combate y en pie hasta la última campanada, fajándose con la realidad, buscándole estilista el mentón o el costado, vencerle el aire, sin que ella lo encierre entre las cuerdas, día a día sumando otro nocaut, aunque sea consciente de que, al final, la vida siempre gana por puntos. Daba igual la empresa de comunicación. La absurda rivalidad de negarse entre sí una mirada a los ojos. Igual que si cada una fuese el enemigo en lugar de un aliado. Otro miembro de la tribu. No hay ningún argumento sólido que avale ese comportamiento habitual -metáfora chica del país enrocado en países- de silenciar lo que debería ser la elegancia de contar lo que ennoblece al gremio. Estaban representadas todas y ha quedado claro, que por encima de todo, está la hermandad y la admiración, aunque luego cada francotirador sea un mercenario, una marca s.a. Pero también eslabón de una cadena en la que de vez en cuando brilla un inolvidable engarce. Camba, Chaves Novales, Azorín, Graziel, González Ruano, Corpus Barga, Alcántara, Vicent, Maruja Torres, Raúl del Pozo. Umbral -la última criatura de Óscar Wilde-. Vázquez Montalbán, voz de la calle y de la ficción.

Francotiradores en papel y en la red. Reunidos también alrededor del cumpleaños de su oficio. Una danza sioux -en el centro, el fuego cuya Fundación y director los ha convocado- con la que recordar las verdes praderas, el orgullo, las victorias, el espíritu de los antepasados. Y ahora, el final de una manera de abatir al búfalo de la realidad. Ninguno sabe si los más jóvenes, que han escuchado durante dos días sus cantos, sienten dentro realmente el caballo del guerrero, si sabrán resistir en reservas o se atreverán a encontrar nuevas llanuras y montañas. Tampoco si las nubes de humo del debate convocarán más reflexiones en las academias de instrucción del oficio, en los papeles, en la red, más allá del me gusta y algunos argumentos solventes. Cómo defender entonces que tenga sentido que los francotiradores se pregunten cuál es su función en una situación de crisis económica. ¿Qué importancia tienen en una sociedad a la que no le importa la pluralidad compartida y cuya lectura es refrendar en otro lenguaje la ideología con la que excluye una realidad distinta? ¿Si hoy se aprecia el rigor, la formación, la calidad del lenguaje frente a la hiper producción e hiper consumismo de la inmediatez y lo efímero? ¿Si el columnista tiene una responsabilidad cívica o es una vanidosa escenificación del yo? ¿Cómo sobrevive un género en un mundo en el que cualquiera puede ser columnista en la red? ¿Qué actitud adoptar para evitar el peligro de convertirse en un párroco irritado o en cautivo del criterio de los visitantes de un blog? ¿Se escribe para los políticos, para el lector azoriniano de Guadalajara o para los otros columnistas? ¿Qué exige más el lector: credibilidad, documentación, amenidad, capacidad para comentar la información de acuerdo a un cuándo y a un cómo, el humor, la humildad, el descrédito del adversario, el grito, la opinión que da incienso al poder o el columnismo contra el poder, la profundidad de las preguntas o el activismo que proponen? ¿Tiene sentido recopilar en un libro una palabra que envejece muy rápido o si las fronteras de los géneros se han roto y las columnas se han convertido en relatos que circulan por un estrecho pasillo entre la literatura, el periodismo y la importancia de fijar la memoria? ¿Tiene valor preguntarse si escribir es una actitud?. ¿Será el aforismo el nuevo columnismo o cuando despierte la realidad la ambición del lenguaje seguirá allí?

Muchas preguntas y respuestas cruzadas. Metralla, experiencia, filosofía, dudas, certezas. La danza de los columnistas festejó la memoria viva de Manuel Alcántara. La literatura de periódicos está viva y se ha escuchado entre sí. Prosigue la batalla mientras exista el periodismo. Aunque no vuelva la estación de las lluvias.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.com