Sobre Vicente Ferrer, el alma de una Fundación cuya labor ha hecho prosperar milagrosamente Anantapur, una de las zonas más pobres de la India, se han escrito minuciosos libros biográficos, se han realizado documentales y se acaba de estrenar, incluso, una serie de televisión que, por lo que se ha visto en el primer capítulo de este hueves pasado, reproduce con bastante fidelidad su vida y su obra (y con un Imanol Arias fantástico). Vicente Ferrer fue un visionario con los pies en el suelo que, empatizando con el sufrimiento y las necesidades de los débiles, se puso manos a la obra para llevarles esperanza, educación, alimentos y agua potable, servicios médicos y sanitarios, y, quizás sobre todo, una recuperación de ese orgullo y esa dignidad que cualquiera necesita para vivir. Y lo hizo sin pedir nada a cambio: ni una «conversión» religiosa (él fue jesuita durante mucho tiempo), ni un culto a la personalidad (algo muy «indio» que hubiera podido obtener de manera natural y que en varias ocasiones se le intentó imponer sin éxito) ni una rentabilidad económica o material de carácter individual. El fruto de esa tarea está a la vista y de él se benefician millones de personas.

Además de esa serie de televisión, Manuel Rivas acaba de publicar un libro (Vicente Ferrer. Rumbo a las estrellas, con dificultades, RBA) donde, después de visitar Anantapur y de convivir durante un tiempo con sus habitantes y, también, con los responsables de esa serie, regresa con estadísticas, intuiciones, metáforas, denuncias, entusiasmos, reflexiones, historias, voces, rostros, preguntas y emociones. Con estos datos de partida, lo normal hubiera sido construir una hagiografía laica que hubiera convertido a Vicente Ferrer en una especie de santo social contemporáneo, un enfoque en el que han caído casi todos los libros y documentales a los que antes nos referíamos. Manuel Rivas, sin embargo, ha sido capaz de que su libro sobre Vicente Ferrer, más atento a la persona que al personaje, nos muestre a un hombre de carne y hueso en el trasfondo de un paisaje en relieve, es decir, a alguien vivo en un lugar también repleto de vida. Manuel Rivas apunta directo al espíritu de los lectores, a los que no se intenta convencer de la excelencia histórica de una figura como esta sino a los que se quiere llevar al centro mismo donde se produce el sentido de lo que hizo y de lo que fue. Vicente Ferrer, habla, en este libro, en voz alta el idioma de los desahuciados, de los intocables, de los expulsados del sistema, de los explotados, de los rotos. En capítulos cortos que no se cierran en sí mismos (es notable la espiral, que es la figura por antonomasia de la vida, que dibujan los textos, que se envuelven unos a otros, que se reflejan, que se interpelan una y otra vez) y de la mano, además de grandes de la poesía y del pensamiento (Edward Said, Pasolini, Tagore, Ginsberg€), de los que mejor le conocieron (su mujer, sus hijos, su colaboradores más cercanos), Manuel Rivas va explorando, respetuoso con las contradicciones y con los claroscuros, la existencia y el trabajo de Vicente Ferrer.

Vicente Ferrer dos veces: en una serie de televisión y en un libro. Dos oportunidades para descubrir, el que no lo haya hecho, un hombre que es, por encima de todo, el símbolo de la lucha inacabable que han de mantener viva los que no tienen nada o casi nada contra los que tienen demasiado a costa y contra los primeros.