El labriego cazaba un corzo en las tierras del Rey para alimentar a su familia, y el monarca perdonaba magnánimo a su siervo la pena de muerte a que se había hecho acreedor. Habrá que conceder que el indulto ha degenerado notablemente, desde su concepción como un alivio para las contradicciones lacerantes surgidas de una aplicación literal de las penas. Sin necesidad de entrar en cuestiones de justicia, es una aberración democrática otorgar la medida de gracia a personajes como Alfredo Sáinz o Jaume Matas. Controlaban todos los resortes del poder que ejercieron, y en ningún caso pueden alegar ignorancia sobre la gravedad de sus comportamientos.

Además, la paralización de las condenas hasta que el Gobierno no otorgue discrecionalmente su perdón aumenta la condición del indulto como insulto. El procedimiento de gracia se transforma en una nueva instancia de apelación, con la curiosidad en el caso de Matas de que aspira a ser perdonado por el propio Gobierno del que formó parte, en concreto cuando Rajoy era vicepresidente. La sola tramitación de una petición de este tenor desarma el espejismo de la separación de poderes. Matas, o los Pallerols en Cataluña, podían contar desde el comienzo de su proceso con un perdón de último minuto que creara la imagen de que anulaba todo lo anterior. En el caso del ministro de Aznar, lo simultanea sin problemas con un recurso ante el Constitucional.

Si el Matas de Rajoy puede ver perdonada arbitrariamente su pena por Rajoy, habrá que calibrar la necesidad de una costosa y enmarañada Administración de Justicia. Dado que al final de la terapia hay un médico que decide sobre la vida o muerte del enfermo a su capricho, por qué no ahorrarse los pasos previos y consultarle directamente. Matas es un delincuente que ha sido condenado en firme por trece jueces y en primera instancia por nueve miembros de un jurado popular, pero todo ello se somete al veredicto del dedo de Rajoy. Si le sirve de consuelo, Clinton indultó al esposo de una de sus amigas entrañables.