En algún momento de nuestro ascenso a la imbecilidad generalizada el teléfono móvil parece haberse convertido en un derecho humano o, mejor, en un derecho constitucional como el de la vivienda, que sólo garantiza que a un español, por el hecho de serlo, nadie le puede quitar el derecho a una vivienda... salvo el mercado, cuando establece tanta distancia entre el precio de un techo -en propiedad o en alquiler- y el suelo de un salario. Pero íbamos a hablar de móviles. La universidad de Oviedo quiere suspender a todos los alumnos que tengan el móvil encendido durante un examen para evitar las telechuletas, que se copie por teléfono. La propuesta, que parece obvia, ha encontrado su resistencia, como si no hubiera ningún espacio en el que se pudiera estar sin móvil.

Dejemos aparte las chuletas, bajo cuya cobertura se han aprobado tantos exámenes y centrémonos en el examen, que es lo que hay que hace cuando uno se examina, aunque sea para copiar. El móvil es indefendible en un examen porque actúa como distracción en una prueba que es de concentración, de ahí que mientras dura no haya que estar comunicado sino incomunicado de todo lo que no sea la búsqueda de la respuesta a la pregunta planteada y su resolución en el folio timbrado.

Hay sitios donde no puede entrar el móvil. No quisiera verme como paciente en un quirófano telefoneando porque el cirujano está quedando para el fin de semana con unos amigos para jugar al golf y después cenar y después cuelga y llama para hacer una reserva para seis porque los sábados el restaurante se llena; ni a las enfermeras haciéndose un selfie con un riñón que me fueran a trasplantar o me acabaran de extraer, mientras el anestesista tuitea «tengo que dejarte porque me da la sensación de que se me ha olvidado hacer algo. No me concentro porque hay aquí un paciente que no para de bramar».