Cuando nació, internet fue visto como el paradigma de la libertad. Un espacio que superaba los límites de las fronteras, la censura de los gobiernos y el control de los editores profesionales. Una plaza pública mundial donde compartir sin distinción de razas o naciones. La aldea global, por fin. Hace cuatro días, las redes, con la ayuda inestimable de la tecnología móvil, fueron benéficas protagonistas de las primaveras árabes, confirmando así su capacidad liberadora. Pero tan solo dos años después, la red es el coco, la telaraña (web) tiene en su centro una araña maligna devoradora de intimidades, un Gran Hermano cibertotalitario. Advertimos hace tiempo que el problema de confiar nuestros datos a la nube es que la nube tiene dueño y ordeña nuestros datos; ahora, gracias a Snowden, sabemos que además los transfiere a los gobiernos para que nos controlen mejor. Así, la Agencia Nacional de Seguridad de Estados Unidos y sus aliados preferentes saben a quién llamamos, con quien chateamos, en que servidores navegamos e incluso, gracias al GPS incorporado a los móviles, por que calles y poblaciones nos desplazamos. Y las series de televisión nos ayudan a tragar semejante invasión de la privacidad con tramas en las que los policías buenos detienen a los delincuentes malos gracias a este tipo de espionaje sistemático.

Solo han pasado veinte años desde que el CERN abrió la tecnología web al dominio público y desde que se creó el primer navegador popular, el Mosaic, y menos de siete años desde que Apple presentó el iPhone. En este tiempo nuestra vida ha cambiado tanto que los jóvenes aplazan la compra de su primer automóvil pero se vuelven locos por el último smartphone. Ya no cabe dividirse entre apocalípticos e integrados. La novedad ya no es nueva, es realidad y punto. De lo que se trata ahora es de no permitir que las lucecitas de colores nos deslumbren, y de utilizar plenamente las ventajas de las tecnologías de la información, pero con sentido crítico y vigilante. Ese es un reto fundamental del que tan solo hemos empezado a darnos cuenta. Se trata, al fin y al cabo, de democracia, ya que la información es poder, un poder que grandes corporaciones y servicios secretos enajenan a sus legítimos titulares: la gente, nosotros. Y la lucha por lo que nos pertenece empieza por la toma de conciencia y continúa por la conquista personal de la lucidez, camino de la reacción colectiva.