Lo insinuó Mariano Rajoy con las protestas del 15M. También Cifuentes, en pleno vendaval de los escraches. E incluso Fraga cuando el chapapote se enseñoreaba de Galicia y el presidente hablaba de unos hilillos, como si se le hubiera ido la mano y la olla con la queimada. Cada vez que al PP se le encrespa el pueblo, sale alguien a decir que todo es obra de grupos infiltrados. Radicales violentos que hacen turismo de turbamulta, añaden, quién sabe si con el Marca y el cóctel molotov. Lo de Burgos, según el ministro Fernández Díaz, tiene pinta de ser cosa también de esta supuesta gentuza itinerante; da la sensación de que el Gobierno se va a encontrar un día en una manifestación a una señora y le va a endosar un pasamontañas y un bate de béisbol para que también parezca hija de Durango y del adoquín. Cualquier cosa, menos un ser humano, que es lo que jode cuando se llega al poder. El Gobierno practica una y otra vez la animalización. Incurre en una falta de respeto mayúscula: la de hacer creer a sus huestes que toda movilización está protagonizada por la chusma. Si no son los de la kale borroka es que están manipulados por el PSOE o la UGT. «La gente es idiota. ¿Ve como hay que atarla en corto, mi coronel?», parecen decir. Hace apenas unos meses a los chicos de Rajoy les preocupaba enormemente el daño que las protestas podrían causar a la imagen del país. Sin embargo, se las trae rigurosamente al pairo que toda la prensa internacional le dé un tirón de orejas por la chapuza carpetovetónica y sinsentido del aborto y por el retroceso abismal que significa la ley de seguridad ciudadana. Europa, en manos de Rajoy, es como una de esas figuras paternas difusas y alocadas, a las que sólo se les hace caso cuando te dan la razón. Habría que encargar un informe para descubrir quiénes son los infiltrados como ya se hizo para obtener la conclusión de que las cuchillas sobre la alambrada son potencialmente dolorosas. Y poner la foto de los responsables en todas las estaciones de autobuses. «Estos que no viajen, que están todo el día con la cartilla del paro yendo de ciudad en ciudad para pasárselo teta rompiendo lunas y metiéndole fuego al contenedor». Para el ministro ninguna protesta es moralmente legítima. Ni siquiera en un país donde el número de parados resulta inadmisible. El criminal es el que se opone. En general. Qué harían algunos si estuviéramos en los años cincuenta. Quizá sacarle brillo al obús.