Me preocupa la falta de sensibilidad que observo hoy en muchos comportamientos de las personas. La ausencia de compasión. La falta de piedad. Patronos que despiden a sus trabajadores sin la más mínima consideración, cónyuges que se largan sin el menor cuidado, policías que ponen unas multas abrumadoras sin inmutarse, profesores que emiten juicios crueles sobre sus alumnos y alumnas sin que les tiemble la voz, médicos que comunican diagnósticos fatales o decesos inesperados sin un gesto de misericordia, políticos que, sin inmutarse, ponen la soga al cuello de los ciudadanos con recortes y subidas insoportables€

Qué decir de las organizaciones terroristas, de las redes de trata de blancas, de los secuestradores de niños y niñas, de las familias en las que se maltrata sin piedad a las mujeres, de los violadores y pederastas€ ¿Es que los verdugos no sienten en lo más mínimo el dolor que generan y que, a buen seguro, destrozará la vida de las víctimas?

Parecemos robots que se mueven con más o menos eficacia, pero que no sienten nada acerca de las consecuencias de sus acciones. Es más, que ni siquiera sospechan que sus movimientos causas heridas, dolor y muerte.

En las actividades que atiendan a personas, es necesario que los profesionales tengan una actitud piadosa para tratar al prójimo con delicadeza, consideración y respeto. Debería cultivarse esa competencia en la formación y exigirse en la práctica profesional.

Antes de Navidad, unos amigos vivieron una tragedia especialmente dolorosa. Un familiar muy cercano apareció muerto en la calle. Me contaron que la policía llamó a su casa para informar de lo sucedido. Atendió el teléfono un hijo adolescente. Reproduzco la conversación del chico con el policía que efectuó la llamada:

-¿Es la casa de fulanita de tal?

-Sí, ésta es. Yo soy su hijo.

-Dile a tu madre que su hermano X ha muerto y que se pase por la policía porque tenemos que entregarle algo.

Así, sin más preámbulos, sin más miramientos. A lo bestia. ¿Se puede ser más insensible? El chico no es un contestador automático. No es un adulto. Es una persona todavía en ciernes, que no es capaz de asimilar un golpe de semejante brutalidad. Si no somos capaces los adultos de reaccionar con entereza ante una noticia de esa naturaleza, ¿cómo puede hacerlo un chico que es casi un niño?

Cuando me contaron lo sucedido no podía dar crédito a lo que oía. ¿Qué tipo de persona es capaz de comunicar a un chico de esa forma una noticia tan dramática? Seguidamente me contaron la odisea que vivieron los padres para hacerse cargo de la situación. Acudieron a la policía y, después de esperar más de media hora, nadie sabía nada del asunto. Era necesario el número desde el que se había efectuado la llamada. Y ahí vemos al chico recuperando el número desde el que le habían propinado aquel mazazo en la cabeza y aquella puñalada en el corazón. Aquel policía se fue a comer ese día, probablemente, como si nada hubiera pasado. Es seguro que el muchacho no olvidará esa llamada en toda la vida.

No voy a pormenorizar el relato que me hicieron mis amigos jalonado de situaciones de una crudeza insoportable. ¿Es tan difícil meterse en la piel de estas personas traumatizadas e imaginar lo que están viviendo? ¿Es tan complicado cuidar las formas para no provocar más destrozos y más dolor en personas que, por lógica, tienen la piel en carne viva?

He puesto un ejemplo de no hace muchos días. Pondré otros dos, más lejanos en el tiempo, de profesionales que trabajan con personas. Ese es el problema. Que los «materiales» con los que trabajan algunos profesionales tienen corazón, tienen sentimientos€ No es igual trabajar con personas que en un laboratorio, en la construcción o en la mina. En muchas tareas el mejor profesional es el que mejor manipula los materiales, en otras es el que más y mejor los libera.

He participado en muchos cursos para tutores de medicina. Y en todos ellos he insistido hasta la saciedad en la importancia de tener en cuenta al enfermo y no solo a la enfermedad. Un gesto de un médico, una palabra, un mal modo, pueden provocar un desastre emocional.

Recuerdo una consulta que estábamos observando para hacer la evaluación de la formación médica. El doctor estaba extendiendo una receta a un anciano. Y éste dijo en voz alta y clara:

-Total, ¿para qué me receta usted nada? Lo único que desea uno ya es morirse€

El médico ni siquiera lo miró. Cuando terminó de escribir, levantó la cabeza y le dijo:

-Tómese una pastilla por la mañana, otra a mediodía y otra por la noche.

Como si el anciano no hubiese dicho nada, como si no le hubiera oído, como si eso que había dicho fuese una banalidad. Pues no, doctor, la medicina no cura lo que no puede curar la felicidad. Ese hombre necesita una palabra amable, una sonrisa, un empujoncito hacia la vida. Necesita que usted le diga:

-¿Qué me está usted diciendo? Usted tiene toda la vida por delante. Se va tomar estas pastillas y el próximo día me va a dar la gran alegría de decime que se encuentra mejor€

Ya sé que ese médico no tiene una hora para hacer una terapia. Ya lo sé. Pero sí dispone de un segundo para animar a una persona desesperada, entristecida y sin ganas de vivir.

Un policía. Un médico. Y, ahora, un profesor. En esta historia, un querido sobrino fue víctima de una evaluación abiertamente injusta en una Universidad cuyo nombre voy a omitir. Del resultado de un examen dependía no solo la asignatura y el curso sino la continuidad en la carrera. Era cuestión de décimas. Hizo bien dos problemas, pero cometió un error en el tercero. Fue a ver al profesor. Le dijo que no quería pedir ningún favor, que solo pretendía que se hiciese una corrección objetiva, que sería bueno que revisase el examen otro profesor€ No hubo manera. Mi sobrino concluyó así su relato:

-Lo que más me dolió fue la frialdad y el desprecio del profesor. Cuando le expliqué lo que suponía el suspenso, me dijo: «Eso es cosa suya».

Un grupo de profesores del Departamento al que pertenecía esa materia se había propuesto, según me explicaron después, endurecer de tal manera los criterios de evaluación que muy poquitos podían superarlos.

Nos endurecemos, nos acorchamos, nos protegemos de la angustia ante el dolor ajeno. Lo peor es que, a veces, lo producimos sin miramientos, innecesariamente, casi con sadismo.

Se extiende y generaliza una forma de proceder insensible, dura, despiadada. Los malos modos ya parecen naturales. Y se dice que no hay que andar con «paños calientes», «que ya está bien de contemplaciones»€ La piedad ha muerto. ¿Dónde vamos por estos derroteros? ¿Qué será de una sociedad en la que las personas son tratadas como objetos?

Acabo de leer una curiosa novela titulada «El hotel de los corazones rotos». Deborah Moggach, la autora, cuenta la historia de un hotel abierto por un actor retirado con el fin de albergar en él a las personas que han sido abandonadas. En él se imparten cursos para sanar las heridas abiertas por el comportamiento ajeno. Pensaba cuando leía la obra que, a este paso, el mundo va a terminar siendo no un hotel sino una gigantesca cárcel para corazones rotos.