La calle es una dirección sentimental. El kilómetro cero de la infancia hacia el mundo. Un territorio que nombra la pertenencia de la identidad. No es lo mismo crecer a la vida en la calle Sagunto, El Mago de Oz, Séptimo Miau, Casablanca, Mano de Hierro o La isla del tesoro que en la del Desengaño, Cenicienta, Eclipse, Rómpete el alma o Salsipuedes entre otros muchas cuyos nombres son una denominación de origen. Lo saben los escritores que convierten sus calles, al igual que sus barrios, en protagonistas escénicos de sus historias. En la frontera en la que creció su mirada literaria, su domiciliación en la realidad y en la ficción de los días. En sus nombres, sus límites, sus edificios, bares, tiendas, recodos, sombras, dramas y espacios abiertos, reconocen las palabras, los gestos, los lugares que los hermanan y significan una forma de pertenencia, de compañerismo existencial entre vecinos. Clarín, Pérez Galdós, Poe, Conan Doyle, Marsé, Eduardo Mendoza, Borges, Cortázar, Millás, Antonio Soler, Garriga Vela, Ruiz Zafón, entre numerosos novelistas, tienen una calle como blasón y cicatriz de su memoria. En ellas ubican y mueven la aventura de los personajes con los que elaboran relatos para explicarse el oficio y el mundo. El de dentro, el del barrio terráqueo que engloba a su calle y el de más allá de cualquier frontera a explorar. También están los nombres de aquellas en las que la Historia tuvo el detonante de un suceso inolvidable, como el caso de Claudio Coello con el atentando a Carrero Blanco, o que los ciudadanos convirtieron en el campo de batalla de un sueño rebelde. Es imposible pasear por la rue Huchette o Saint-Jaques y por el bulevard Saint Michel sin pensar en el mayo francés. Aquel himno de la revolución que condujo a los jóvenes a levantar las piedras de la calle en busca del mar y del poder de la imaginación. Lo mismo que al cruzar la rúa Augusta de Lisboa uno escucha en la memoria la música de abril del Grandola Vila Morena. Todos tenemos una calle como invisible rosa de los vientos tatuada detrás del hombro izquierdo.

La última que ha puesto de manifiesto el poder de la calle ha sido la burgalesa Vitoria. Una barricada a lo largo y ancho de un grito vecinal durante siete días en contra de un bulevar municipal. La excesiva verticalización del barrio, la falta de espacios verdes, el paro de sus dieciocho mil vecinos ni los recortes que el gobierno sigue administrando al goteo, con el que la economía financiera está desintegrando a la clase media, ni otra forma de agresión inhumana de la crisis, habían conseguido que la gente de a pie apagase la televisión, se lavase el miedo entre los dientes y saliese a la puerta de sus casas para dejar claro que la calle es suya. Una revuelta entre el pacifismo airado de los habitantes del barrio de Gamonal, armados de pancartas con la ternura obrera de las faltas de ortografía, y las cargas de los supuestos comandos anti sistema, a los que el sistema culpa desde hace tiempo de itinerancia, agitación y furia sin fundamento, que ha puesto en el mapa el nombre de una ciudad. El ejemplo de que rebelarse es posible. Nadie quería una nueva herida provocada por la mala gestión del tráfico ni que la política recalificase las trescientas plazas de aparcamiento público gratuito en 246 nichos de parking subterráneo, a veinte mil euros la propiedad de cada uno. Todos en contra del atraco que conlleva la necesidad recaudatoria de su ayuntamiento, como la de otras ciudades en las que se peatonalizan los centros y las cavas de parque móvil son un negocio sobre ruedas.

Cambiar la fisonomía de una calle sin contar con los vecinos es habitual. Se sabe de sobra que las obligadas alegaciones públicas a los proyectos municipales no sirven para nada. Las gerencias de urbanismo sólo hacen caso de sus propios informes. Es innegable que a veces aciertan y modernizan, que otras se cargan señas de identidad y que a veces una especulación de cuello blanco no sale adelante porque la prensa sospecha, se mueve y desvela el negocio sucio que existe en la trastienda del proyecto. La razón del barrio de Gamonal se ha extendido por las calles de otras capitales y ha colocado al alcalde en la picota. Su ruido ha eclipsado otra revuelta desatada en tres barrios marginales de Melilla, donde la adjudicación de doscientos empleo públicos, durante seis meses y con un salario cercano a los mil euros, ofrecidos por la Delegación del Gobierno, provocó el levantamiento de barricadas de neumáticos, intercambios de pelotas de goma, disparos de postas y cócteles molotov. Al final, la bandera negra, con las letras FUP - la fuerza de la unión del pueblo- fue rendida en la esquina de una acera y la Cañada de Hidún, con una alta tase de desempleo, volvió a la normalidad de su desesperanza.

El poder prefiere que las calles estén vigiladas y que como mucho suceda que un camionero descargue estiércol en la puerta de la Asamblea Nacional de París, como una metáfora contra el hedor de la política. Lo que menos les gusta es que los ciudadanos formen el bulevar de una canción de batalla. Izquierda Unidad advierte del peligro de estallido social si se prosigue asfixiando al pueblo y el poder económico se carga de argumentos para certificar que cualquier protesta es una violencia peligrosa a la que exterminar con la ley. El invierno acaba de empezar y, después de las nuevas cargas a las pymes y autónomos, se intuyen próximas medidas para ajustar la economía a la esclavitud. Muchos se preguntan si todas las derrotas están anunciadas o si el destino se determinará formando un lema con los nombres de las calles en pie.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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