En una escena de la película de Philip Gröning El gran silencio, un cartujo se pregunta por qué la comunidad se lava simbólicamente las manos antes de entrar en el refectorio. Más allá de la higiene o de la pureza ritual -que serían las respuestas más obvias-, la realidad es que la significación profunda de muchos símbolos se difumina en el tiempo. «Aún así -responde otro monje-, haríamos mal en borrar ese gesto de nuestra vida monástica.

Nuestra vida, la liturgia, todo lo que es ceremonial son símbolos. Eliminarlos es destruir las paredes de nuestra propia casa». Rastrear esas líneas de continuidad en el tiempo no resulta fácil y menos en una época como la nuestra que se define por el falso prestigio intelectual de las modas y a la que tanto le da desvirtuar por completo el significado tradicional de los símbolos -a ello se han dedicado con esmero las más variopintas corrientes psicológicas- como proceder a negarles el pan y la sal, con el pretexto de su anacronismo.

Un ejemplo claro de lo que digo sería la Corona, que lleva años convertida en un continuo «Pim pam pum... ¡Fuego!» cuya intención es más deslegitimar la institución -y en el fondo liquidar todo lo que huela a Constitución del 78- que fortalecer el símbolo en lo que tiene de fundamento histórico de la nación. Lo cual, por supuesto, no me parece poco. Frente a los que sostienen que la función de la monarquía es irrelevante en nuestros días, me pregunto qué otra institución representa mejor la sedimentación histórica del país y la voluntad de integración de los españoles, sin olvidar el entronque de ambos mundos: Europa y América, el Viejo Continente y la otra orilla del Atlántico.

No es cierto que la monarquía sea más costosa que la república -en algunos casos lo será y en otros no- ni que se trate de una formulación obsoleta de la estructura del Estado, porque entonces ingleses, suecos u holandeses llevarían ya tiempo en la UCI democrática y me temo que sucede más bien lo contrario. ¿Que el nuestro era un país de republicanos juancarlistas y no de monárquicos? Quizás, pero ahí también tengo mis reservas. No de que existan republicanos afines al Rey Juan Carlos I, sino de que la sociedad española no haya sido históricamente monárquica. Como igualmente fue católica -y mucho-, aunque ahora se quiera borrar de un plumazo ese legado. Ya saben que a cada época le gusta rescribir su pasado. Y se dedica a ello con furia.

Los momentos de crisis se combaten con la solidez de las instituciones y no acudiendo a su liquidación por derribo, sobre todo cuando quienes buscan la demolición son los mismos que reniegan de la Carta Magna. La intoxicación vaporosa nos seduce con el relato preciosista de una catástrofe. De este modo, el problema no seríamos nosotros sino «los demás»: la Casa del Rey y la Constitución, los pactos de la Transición y el centralismo, las autonomías y la partitocracia, las elites y su corrupción, los gandules del funcionariado y los granujas de la gran banca. Y como ocurre con las mentiras, para ser creíble, el relato de la catástrofe se vale de una cierta dosis de verdad, aunque no, ni mucho menos, de un sentido ponderado de la realidad. Que hace falta modernizar, reformar y depurar con inteligencia no lo duda nadie. Que el inmovilismo o el escapismo frívolo de una parte considerable del statu quo es una irresponsabilidad tampoco lo duda nadie. Otra cosa muy distinta, sin embargo, es negar los evidentes frutos -en términos de prosperidad, europeización y libertades- que ha traído consigo el proceso democrático iniciado con la restauración monárquica de 1975. Como también es falso creer que las instituciones españolas son las propias de un Estado fallido - incapaces, por tanto, de afrontar las dificultades que nos acucian. En su condición de símbolo último, no sometido a los vaivenes lógicos de la voluntad popular, los servicios de la Corona no pueden desdeñarse como si no hubieran existido. O no pudieran seguir existiendo.