Los redentores, los radicales, los agitadores y los charlatanes quieren confundir a la ciudadanía en asuntos de corrala. Al parecer, lo importante no es lo que tenga que decir una Infanta de España sobre los supuestos delitos de los que se acusa a su marido sino verla completar la cuesta de la vergüenza de Palma de Mallorca, el camino del calvario que conduce a los juzgados. Una rampa de 70 pasos, el gran debate nacional. País.

El ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, contrario al espectáculo, sentencia: «No se pueden producir penas paralelas, no es necesario para el buen fin de la declaración». José Luis Centella, portavoz de Izquierda Plural, sale al quite: «Dejen de proteger a la Casa Real. Es ridículo que el ministro se comporte como el defensa-escoba de la infanta».

Los españoles son pendulares y de paseíllo. Bambolean. Tan pronto pierden los anillos en reverencias a la Corona como flagelan con procacidades a la séptima heredera en la línea dinástica. Importa militar en un bando. España es para hinchas. Messi reconoce un fraude fiscal, achaca a su padre las malas cuentas y hace el paseíllo entre aplausos. Por lo que estamos viendo, cuán distinta es una Infanta: como no toca balón, debe merecer escarnio.

Artículo 486 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal: «La persona a quien se impute un hecho punible deberá ser citada sólo para ser oída».

A día de hoy, la Infanta es inocente. Está imputada. La palabra parece fuerte. A los duros de oído quizá les suene hasta a implicada, una traicionera perversión del lenguaje del todo incierta. La imputan para escucharla. El juez decidirá si hay elementos con los que acusarla. Y este paso tampoco presupone nada. Llegado el caso tendrían que condenarla.

Que Cristina de Borbón, con todo lo que representa, declare y aclare, como un ciudadano normal, prueba que el sistema judicial funciona. Que algunos en esta circunstancia ahorren todos los trámites y la sitúen por recorrer una rampa poco menos que a la puerta de la cárcel muestra lo mucho que necesita madurar esta nación de excesos.

La hija de los Reyes de España merece el mismo trato que cualquier imputado: el respeto que garantice su reputación y llegar al juzgado sin tumultos ni amenazas. Luego que afronte lo que en justicia le toque. ¿Íbamos a tolerar que a las miles de personas que cada día comparecen ante un magistrado las recibiera una turba vociferante a la entrada? ¿Íbamos a señalarles como culpables por verles traspasar la puerta?

Sólo hay un auténtico vicio español: Cebarse en desprestigiar al vecino.