Han coincidido casi en el tiempo el estreno en las pantallas españolas del último filme de Martin Scorsese, El lobo de Wall Street y la publicación de un informe de Oxfam sobre el insoportable crecimiento de la desigualdad en todo el mundo con el telón de fondo de la crisis.

El informe se presentará en la superflua cita anual de los superricos y poderosos del planeta que es el Foro Económico Mundial de Davos con la esperanza de que los participantes lo tengan en cuenta y hagan alguna declaración más o menos retórica que sirva para para tranquilizar las conciencias.

Según Oxfam, 85 individuos acumulan ellos solos tanta riqueza como los 3.570 millones de personas que constituyen la mitad más pobre de la población del planeta. Y eso, precisa el informe, sin tener en cuenta el hecho de que buena parte de esa riqueza se halla oportunamente oculta en paraísos fiscales.

Riqueza que es en buena medida fruto de una economía puramente especulativa, que no ha servido en ningún momento para crear otra cosa que no fuesen gigantescas burbujas -desde la de las nuevas tecnologías hasta la inmobiliaria y la financiera- de desastrosas consecuencias, todas ellas, para millones de ciudadanos.

Una economía de puro espejismo, uno de cuyos muchos beneficiarios fue precisamente el personaje que inspiró el hiperbólico filme de Scorsese, uno de esos individuos avispados y sin escrúpulos que pululan en lugares como la City o Wall Street y aledaños.

El tal Jordan Belfort, en cuya autobiografía se basa la película, fundó en un garaje abandonado de Long Island una firma de inversiones, Stratton Oakmont, y a base de engañar con inmensa labia y desparpajo a miles de personas llegó a acumular durante los años noventa una gran fortuna.

El FBI le echó finalmente el guante y la justicia le condenó a cuatro años de cárcel, de los que sólo cumplió finalmente una parte tras delatar a algunos de sus socios.

Puro disparate, El Lobo de Wall Street se regodea en la monstruosidad de un cínico personaje que, a diferencia del expresidente de la Reserva Federal Alan Greenspan, seguramente no habrá leído nunca a Ayn Rand, la profetisa ruso-norteamericana del capitalismo más individualista y salvaje, ni falta que le hace.

El filme acompaña al personaje que interpreta Leonardo DiCaprio en su viaje iniciático por el mundo de los fondos de inversiones y en su proceso paralelo de degradación moral, que el director, sin embargo, en ningún momento parece condenar, como tampoco se acuerda de las víctimas, que acabaron en su mayoría totalmente arruinadas.

Uno diría que Scorsese incluso parece en algunos momentos glorificarlo, fascinado como está por el poder de seducción que ejerce sobre sus colaboradores, y por su extravagante estilo de vida: una sucesión de orgías que habrían provocado la envidia del propio Heliogábalo y en las que no para de esnifar cocaína, aprovechando para ello incluso todos los orificios de las damas que se le ponen a tiro.

No, los Belfort y los Gordon Gekko no son figuras del pasado. La prometida refundación del capitalismo quedó, como era de esperar, en eso: en mero anuncio. Los bancos campan por sus respetos y la codicia sigue siendo buena.

Todo ello mientras crece el desempleo, se destruye a la clase media y los populismos ven en todo lo que sucede su gran oportunidad.