Siempre he pensado que la tarea docente está preñada de responsabilidad. De lo que hacemos en las aulas los profesores y las profesoras dependen muchas vivencias de los alumnos y alumnas. La acción docente lleva aparejadas muchas consecuencias. Unas buenas y otras malas, según sea nuestro comportamiento y nuestra actitud. La actividad docente no es aséptica sino altamente comprometida. No es meramente técnica sino ética. Porque nosotros trabajamos con personas y no con máquinas. Se trata, además, de personas en una etapa muy plástica de la vida, en una etapa de suma receptividad.

Daniel Pennac dice en su excelente libro Mal de Escuela: «A mi me salvaron la vida tres profesores que tenían una característica común: nunca soltaban a su presa». No dice que le salvaron una asignatura o un curso, sino la vida. Hay otros que han destruído con su comportamiento la mente y el corazón de sus alumnos y alumnas. Y han estado pagados para ejercer esa fatídica influencia.

Con la cantidad de personas que asumirían la tarea de la educación con entusiasmo, ¿cómo es posible que se mantengan en sus puestos personas que dedican su trabajo a destrozar la vida de los alumnos y alumnas? ¿No sería mejor que se les jubilase ahora mismo y que fuesen sustituidos por otras personas que vivirían felices haciendo lo que ellos maldicen, enseñando con amor y no maltratando s sus alumnos?

En un curso de doctorado que acabo de impartir en Santiago de Chile dentro de la Fundación Creando Futuro, una profesora compartió con los asistentes en su presentación una significativa historia de su vida escolar. Una historia que le ha marcado hasta hoy día y que le ha impedido utilizar relojes para saber la hora. Le pedí que la escribiese, para poder hacerla extensiva a mis lectores y lectoras y, amablemente, ha accedido a contarla. Este es el relato que, como verá el lector o lectora, no necesita muchos comentarios.

«Cuando era muy pequeña, (en primer año de enseñanza primaria), con solo 6 o 7 años de edad, la profesora del primer año, (cuyo nombre nunca olvidaré) nos había enseñado a leer la hora en relojes analógicos. Para ello utilizaba un gran reloj de madera con punteros movibles que iba cambiando con cada alumna (solo mujeres), preguntando:

-¿Qué hora es?...

Cuando llegó mi turno (yo aún no había logrado comprender el proceso de suma de 5 en 5 minutos que debe realizarse para determinar los minutos) solo podía percibir el puntero que señalaba la hora. Por eso mi respuesta fue indicar solo la hora del reloj, sin los minutos. Entonces colocó el gran reloj delante de mi cara y me dijo:

- ¿Qué hora es?...

Comprendí que estaba equivocada en la respuesta y no supe qué decir€ Siendo la primera de la clase que no pudo leer la hora (con sus minutos) tomó mi cabeza con una mano y poniendo el reloj con la otra delante de mi cara, me dijo:

- Pero, ¿cómo no puede decirme qué hora es!?...

Enfocando con su mano mi cara hacia el reloj, insistía con tono violento:

- ¿Qué hora es?, ¡dígame!... ¿¡Ud. es tonta!?...

En ese momento algo hizo «click» en mi cerebro y enmudecí, no lograba articular palabra, no podía hablar y sentía una gran angustia, como si hubiese hecho algo malo.€

Entonces me ubicó delante del curso y ante todas mis compañeras me ridiculizó, diciendo que yo era una niña tonta, porque no sabía algo tan sencillo como leer la hora€. Mis compañeras no se rieron, pues estaban tan asustadas como yo con el tono de voz que la profesora utilizaba€ Tal vez pensando qué sería de ellas cuando les tocara el turno. Como aun así no obtuvo respuesta de mi persona y permanecí en silencio, me indicó que me parara en un rincón de la sala y viera cómo lo hacían mis compañeras hasta que lo aprendiera, y que si no aprendía, estaría toda la mañana de pie€

Y así fue. Estuve toda la mañana de pie en un rincón del salón, hasta que tocaron el timbre de retiro de clases (12.30 horas)€ Mis compañeras estaban entre divertidas y asustadas, pero ninguna hizo ningún comentario frente a mi. Sin embargo yo podía ver cómo la profesora me ignoraba desde su pupitre y cada vez que podía hacía alusión a mi falta de aprendizaje con expresiones de desprecio, tales como (dirigiéndose a otra compañera):

- Muy bien,€no como «otras» (y me miraba), que no pueden leer algo tan fácil.

En esta situación quedamos al final de la clase tres alumnas, según ella las tres más «flojas» y entre nosotras nos mirábamos aterradas ante el temor de que nos volviera a preguntar la hora, lo que hacía a cada tanto. Cuando salí de la clase y me encontré con mi madre, rompí en llanto por la presión de la experiencia vivida, y una compañera, tan pequeña como yo, (cuyo nombre tampoco nunca olvidaré) le comentó a mi mamá lo sucedido y me acariciaba el cabello diciéndome que la profesora era mala, (como tratando de calmar mi angustia). Mi madre le comentó a mi padre lo sucedido y en casa ambos se comunicaron con los apoderados de las otras dos compañeras.

Al día siguiente mis padres y los otros apoderados colocaron una queja en rectoría, y parece que sancionaron a la profesora porque desapareció de la escuela, pero el daño ya estaba hecho, y cuando a los 12 años me regalaron un bello reloj de pulsera para mi cumpleaños, el pobre se arruinó encerrado en su caja, nunca fue usado. Y todos los relojes que me han regalado a lo largo de los años han tenido el mismo destino€.

Después de esta experiencia, nunca he usado un reloj de pulsera€ y cuando requiero saber la hora, la consulto a alguien que use reloj».

Hasta aquí el relato de la profesora. Todavía se percibe en él la angustia y el dolor que sufrió entonces. Han pasado muchos años y la herida sigue abierta. ¿Por qué tarda tanto en cicatrizar? ¿Por qué los años que han pasado no han borrado la aversión a los relojes? ¿Por qué todavía le dura el dolor? Porque la mano que produjo la herida era la que estaba ahí para enseñar, ayudar y curar. Otra causa, a mi juicio, es que esas heridas llevan aparejada la vergüenza ya que se producen en público, en presencia de los demás estudiantes. Además, se produce una humillación al comparar a una persona con otras, haciendo pensar a la interesada que es más torpe, o más tonta, como dice la profesora.

Afortunadamente, en este caso, los padres entran en acción, se unen ante la injusticia y formulan una queja que, al parecer, resultó eficaz. No siempre es así.

No ha habido relojes para esta persona. Nunca se ha colocado un reloj de pulsera. Nunca ha utilizado un reloj para estar orientada temporalmente. El reloj se ha convertido para ella en un símbolo del desamor, de la humillación y de la vergüenza.

Espero y deseo que nadie vea en este relato un indicio de generalización. Es un caso aislado. Hay millones de magníficos docentes. Lo que he pretendido al difundirlo es despertar la reflexión sobre la importancia que tiene la actuación de los profesores, sobre la transcendencia de su actitud y de su forma de ser y de comunicarse. Lo que he pretendido es acrecentar el sentido de nuestra responsabilidad.