No me pierdo las espléndidas entrevistas de Stephen Sackur en Hardtalk, probablemente las mejores que se hacen en la BBC. Hace un par de semanas el personaje entrevistado fue el fotógrafo de prensa inglés Giles Duley. Anoté unas palabras de Duley. Estaba hablando del momento en que en 2011 pisó una mina de fabricación casera en Afganistán, mientras acompañaba al 75 Regimiento de Caballería Motorizada del ejército norteamericano en una misión de reconocimiento.

«La sensación era de un intenso calor blanco. Una de mis manos había desaparecido. Mis pies ya no estaban. Vi que fragmentos de mi cuerpo estaban colgados en un árbol». Nos lo contaba tranquilamente Giles Duley a Stephen Sackur y a millones de telespectadores repartidos por todo el planeta. Le salvaron la vida los torniquetes que le hicieron los sanitarios norteamericanos. Y la llegada inmediata de un helicóptero providencial que pudo llevarle al hospital. Cada vez que él oía la palabra helicóptero pensaba que quizás podría salvarse. Y quizás podría seguir trabajando en el futuro. Creía que había tenido suerte. Había salvado los ojos y la mano derecha.

Reconoció con gratitud Duley que le debía la vida al equipo médico americano que le salvó. Repatriado a Inglaterra, empezó la larga lucha para recuperar la salud y una movilidad básica en la unidad de cuidados intensivos del Hospital Queen Elizabeth de Birmingham, donde estuvo 45 días entre la vida y la muerte. Poder trabajar era la obsesión de aquel triple mutilado tenaz, que había aprendido a aceptar la destrucción de parte de su cuerpo con la frialdad amable del buen jugador de tenis, como los que había visto en su Wimbledon natal. Deseaba seguir siendo un fotógrafo de las tragedias humanas.

Su carrera en el periodismo fotográfico había empezado con el seguimiento de los grandes grupos musicales de los años noventa. Rápidamente consiguió labrarse una buena reputación profesional. En el 2000 decidió especializarse en la fotografía de las víctimas de las guerras y los conflictos armados. Fue su contribución a la búsqueda de un mundo menos feroz, menos cruel. Con una llamada apasionada, dura y sin concesiones a la conciencia del mundo a través de sus fotos. Alcanzó una bien justificada fama. Como el gran Robert Capa, sus fotos tenían el dramatismo que imprime «el fotógrafo que se acerca al peligro». Trabajó con organizaciones como Médicos Sin Fronteras en el Congo, en Sudán, en Bangladesh, en Angola, en Nigeria, en Kenia y en Ucrania. Amnistía Internacional premió con su más preciado galardón su trabajo, su valentía moral y sus fotografías.

El camino de regreso a una vida normal fue durísimo. Sobre todo en lo psicológico. Se lo preguntó Stephen Sackur. Las primeras fotos que hizo después de su retorno a la profesión fueron casi un milagro. Estaba un día al lado de un adolescente con heridas terribles esperando la llegada de un médico. Confesó Giles que se sentía como un buitre. Apenas pudo hacer un par de fotos. El médico llegó. Era uno de los admirables voluntarios de Médicos Sin Fronteras. Simplemente le dijo que hiciera su trabajo, porque éste era algo necesario y bueno en aquel horror. «Al fin y al cabo, yo estoy aquí porque un día alguien como tú hizo una foto y yo la vi».