Cuando se muere un maestro de lo que somos, el futuro entra en duda. Es fácil convertir el pasado en la leyenda que se llora con lágrimas de literatura. En cambio, resulta difícil mirar a los ojos del horizonte, sabiendo que el periodismo que se defiende carece de la épica que lo hizo grande. Nos ha sucedido a muchos al despedir al jefe Manu de la Tribu que en su retiro terminal fue un sentimental triste frente a la agonía compartida con un oficio que ha cambiado mucho en poco tiempo. Las calles, los cafés, las madrugadas, las trincheras, las pocas redacciones que resisten se parecen a la city londinense después de las veinte hache. Ya no hay rastreadores de noticias, golpes de mano para capturar una exclusiva, cazadores solitarios, traficantes de información o amistades peligrosas para los políticos y los generales. Y mucho menos indómitos aventureros de su estirpe, dispuestos a contar la guerra cerca del fuego y de las víctimas, codeándose con el peligro y el frío del miedo en una calle en llamas, en una carretera amenazada por el silencio o en la oscuridad del Continental, del Nirvana o de cualquier otro hotel del insomnio y la ebriedad de la pasión o el dolor.

Los territorios por los que anduvo Leguineche para contar las noticias y la vida a tiro de la guerra, desde aquel Vietnam que compartió con Sean Flynn, el hijo del cinematográfico Errol, que se ganaba la vida como reportero gráfico a bordo de una Honda, con cámaras japonesas sobre el torso y un grabador con canciones de Jimi Hendrix. Fue la primera guerra rock de la historia, escribió Michael Herr, otro grande entre los grandes y particular maestro de Manu Leguineche, en su estupendo libro La guerra de todos nosotros. Camboya, Malvinas, Bangladesh, Marruecos, Líbano, la caída del Sha de Persia, la de Macías en Guinea y la de Somoza en Nicaragua fueron otras selvas en las que se movió nuestro gran reportero, hasta que se dio cuenta de que todos los oficios terminan convirtiéndose en oficina. Su muerte es la metáfora más seca y hermosa del oficio que se sabe derrotado y sigue combatiendo su honor en la batalla. Su obituario ha sido para todos los que pertenecemos a otro siglo, con un lápiz en el bolsillo y los zapatos manchados de barro, una canción de Nueva Órleans.

La celebración de un oficio que se nos muere dejándonos cada vez más huérfanos de los maestros que nos llevaron a elegir una forma de vida, otra manera de compromiso ciudadano, la riqueza de la palabra contra la imagen de una cámara en movimiento donde la atmósfera, la psicología del detalle y la poesía del drama son un primer plano pero carecen de la música y las sombras del lenguaje. La vida se vive, se mira y se retrata transmitiendo su belleza y su tragedia. Pero los matices de su misterio, la profundidad de lo que despierta y esconde, lo explora mejor la palabra que nace de los verbos de aquello que se vive y se desgarra.

La palabra escrita ha pedido memoria, lectura, valor y significado. Incluso la elegancia plástica de su figura y de su trazo. Ahora es una mezcla entre el garabato, el eructo y la eyaculación precoz del pensamiento. Sobre todo la que se escribe en las modernas páginas de una pantalla telefónica que algunos pretenden convertir en el libro del futuro, en el nuevo género literario, en el periodismo a golpe de móvil sin otro móvil que el de ser el primero en la orgía de barato ingenio, frivolidad y ruido. Palabras sin color, sin música, sin vértigo, sin secreto de fondo. Incapaces de rehacer la realidad para sacar a la superficie otra versión de la realidad, de construir una historia que penetre en el corazón o el pensamiento de la gente. Las palabras, son ahora, la disciplina vacía de la política, un navajazo barriobajero, un chisme forrado de terciopelo, una flor incompleta.

Menos mal que nos queda el teatro y una de sus grandes encarnaciones como José Luis Gómez. Actor y director curtido en los retos de Kafka, Brecht, Handke, Weis, Azaña, Calderón y Büchner entre otros dramaturgos exigentes de talento, que hoy entra en escena en la Real Academia de la Lengua. En pie, junto al sillón Z con su condición de tercer cómico de la lengua en la Institución que acogió igualmente a Francisco Nieva y a Fernando Fernán Gómez, defenderá el oficio de poner en presente y en acción la vida de las palabras de manera elegante, enérgica y natural, dentro de su discurso Breviario de teatro para espectadores activos. Toda una declaración de principios que cobra cuerpo estos días en el XXXI Festival malagueño que, bajo la brillante dirección de Miguel Gallego -otro hombre por cuyas venas corre el veneno del teatro desde hace cuarenta años-, ha puesto en pie al público frente a la imponente mordedura animal de Magüi Mira y la seriedad de Ana Wagener en La anarquista de Mamet, a la raza de Concha Velasco en la Hécuba de Eurípides y a la entrega con dominio de Juanjo Artero, acompañado por la sobriedad de Juanjo Cucalón, en Paradero Desconocido. La novela epistolar de Kressmann Taylor que aborda el nazismo y sus consecuencias a través de la amistad entre un judío y un alemán. Una historia escénica cuyo eco golpea una realidad actual cuya sociedad, desesperación y discurso político no dista mucho de aquel himno para la guerra.

El teatro y el periodismo, dos imprescindibles disciplinas culturales y herramientas fundamentales para el progreso a las que avalar con nuestro apoyo de lectores y nuestra función de público frente a la escena. Porque en estos tiempos de incertidumbres, imposturas, discursos fantasmagóricos, analfabetismos filosóficos y belicismo económico, como diría el maestro Leguineche, la palabra es lo que cuenta.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

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