Mientras en el resto del mundo parece que el proceso rehabilitador español se abre camino con cierto optimismo, sin renunciar a advertirnos de la seria preocupación por nuestra tasa de desempleo, la más alta de la Unión Europea, resulta que entre nosotros mismos nos estamos sometiendo a una cura desastrosa de pesimismo, incapaz de vislumbrar horizonte alguno esperanzador. Una vez más, España desconfía de sí misma y, en un acto casi sadomasoquista, se golpea inmisericordiosamente con la esperanza oculta de que el dolor produzca un misterioso placer redentor.

De tal manera que hemos llegado, a la vez, al punto de que nuestra desconfianza en cualquier personaje público, salvo mínimas excepciones, va desapareciendo a favor de una censura global y radical: mientras los medios de comunicación insisten en publicitar los errores y corrupciones de nuestros representantes, nosotros, sus receptores, acabamos por montarnos una realidad patológica en la que vivimos sin esperanza alguna de solución.

Pareciera que nos gustara ir a peor, de tal manera que, sin la menor utopía colectiva, para nada ayudamos, por ejemplo, a que nuestros hombres y mujeres más jóvenes intenten buscarse una vida diferente. Si se vive en la basura, lo mejor será huir cuanto antes. Pero cuidado con advertir que no todo es basura, te llamarán buenista y vendido al neoliberalismo rampante. Todo optimismo es censurado como colaboración con el sistema. Eres un vendido. Y punto.

Parece que la solución es modificar la forma de comunicar la realidad y de opinar sobre la misma, haciendo un esfuerzo por ser mucho más coherentes con la realidad objetiva en todas sus dimensiones. Ser capaces los comunicadores de jugar en favor de la re-construcción y no de la demolición conclusiva. Pero ni ésta es la madre del cordero ni se hace posible en una sociedad dominada por el juego de las audiencias de cualquier tipo. El paseíllo posible de Cristina es un ejemplo magnífico de cuanto escribo, porque para nada se analizan los pros y los contras legales de tal situación y sí la dimensión populista del mismo. Lo más humillante es lo más justo, parecemos decir. Y por ahí caminamos a un desastre colectivo: el imperio de la acritud. Pero lo de Cristina y su paseíllo es solamente un ejemplo cáustico de lo que llevamos entre manos. Y que supuestamente seguirá suscitando iras incontenidas. Del todo comprensibles pero en absoluto modélicas.

La raíz de nuestra situación, como escribía antes, no radica en la calidad del mensajero, aunque sea algo de gran relevancia. El problema es que España es un país que, desde siempre, carece de la más elemental cultura de la discrepancia. Ni sabemos, ni deseamos, ni enseñamos a los más jóvenes a vivir en estado discrepante€ pero en búsqueda de lo mejor para todos, que ahí está la madre del cordero. Buscar el consenso, como se dice, en un ejercicio entusiasta del enfrentamiento sistemático como praxis de la discrepancia, que solamente conduce a un distanciamiento todavía mayor y, un pasito más, a la demonización del adversario convertido en enemigo.

No se trata de buscar lo que puede unirnos mientras discrepamos (que siempre existe algo capaz de producir algún tipo de unión de cara al bien común). Para nada. Se trata de demostrar la inoperancia de las razones ajenas, su futilidad para la acción y, en fin, hasta qué punto es perjudicial para la ciudadanía. Referentes a mano: la cuestión del aborto, la cuestión del secreto sumarial, la cuestión de los inmigrantes, la preocupante violencia callejera, el estilo del Papa Francisco, sí, también, y añadan cuanto ustedes quieran. Lo que vale es la discrepancia sin remisión. Si tú estás ahí y no piensas como yo, eres un desgraciado, y a lo más, un ilustrado a la violeta. Al río contigo como sea. Aunque sea echando mano de la calumnia. Y lo escribo porque lo hacemos.

¿Es imposible decidirnos por la sabiduría de la discrepancia para una mejor justicia y convivencia? ¿No somos capaces de conjugar que la situación es grave pero a la vez que se abre un leve horizonte de solución que habrá que analizar y potenciar en lo que tenga de positivo? ¿Estamos decididos a ser lobos para los demás? ¿Solamente importan las futuras elecciones y sus correspondientes votos? ¿Somos una pandilla de fieras irracionales? ¿Nos gusta hacer daño y humillar al enemigo, antes adversario? Pienso que podemos cambiar. Puede que de momento nada más que algo, pero podemos. ¿No nos habrá llegado el momento de organizar la discrepancia de forma racional y democrática?

La respuesta está en el viento, decía Dylan. Pero el soplo es nuestro.