Un viejo refrán citado por Cervantes en El Quijote elogia las virtudes de la discreción bajo el lema «Al buen callar llaman Sancho», que alude al prudente silencio del rey de Castilla Sancho II cuando su padre legó a sus otros dos hijos los reinos de León y de Galicia. Lejos de protestar, el primogénito así agraviado hizo como que aceptaba el testamento mientras se preparaba calladamente para reparar la ofensa. Al cabo de siete años había desposeído ya a sus hermanos de la herencia recibida.

Un milenio después de aquel lance, el arte de callar reverdece en la figura levemente quijotesca de Mariano Rajoy: un presidente dotado con la rara facultad de no decir nada de cincuenta diferentes maneras, aunque todas parezcan la misma.

Tras dos años en la presidencia y más de diez trienios de antigüedad en la política, Rajoy sigue cultivando el enigma de la esfinge. Bajo el convencimiento de que la mejor palabra es la que queda por decir, apenas concede un par de entrevistas al año y, cuando lo hace, acaba aburriendo a su interlocutor. Sucedió el otro día durante su comparecencia ante las cámaras de la tele, en la que consiguió no decir cosa alguna del aborto, de la ley de Educación, del caso Bárcenas o del proyecto de secesión de Cataluña, asuntos todos ellos sobre los que no conviene «adelantar acontecimientos».

Adelantó, eso sí, el desenlace del caso Urdangarin al aventurar que a la infanta Cristina «le irá bien» en su peripecia con los jueces; pero sería exagerado pensar que se trató de un desliz. Cuando Rajoy afirma que la infanta saldrá bien librada de sus apuros judiciales, no está formulando un pronóstico, sino que establece -para aviso de navegantes- un hecho futuro que inevitablemente se cumplirá. Si lo sabrá él.

La técnica de la mudez le funcionó ya de maravilla en el caso del extesorero Luis Bárcenas. Algunos de sus seguidores más partidarios del alboroto lamentaron entonces que Rajoy se acogiese al voto de silencio para no decir ni pío sobre comisiones, sobresueldos, cuentas en B y otras amenidades propias del asunto. Frente a la desatada locuacidad de Bárcenas, dispuesto a contarlo todo, el registrador de la Propiedad optó por hacer exactamente lo contrario, esto es: ahorrar saliva y palabras ante el santo temor a que las frases las cargue el diablo. Y no puede decirse que la táctica le haya salido mal, a juzgar por lo poco que se habla ya del tal Bárcenas.

Gallego de pata negra, pese a su aspecto de gafapastas, Rajoy ha hecho del silencio y el sobreentendido un arte a la vez que una estrategia de supervivencia política. Lo suyo es permanecer «callado como un peto», expresión de amplio uso en Galicia que, según los lexicógrafos, alude a aquel que calla «por conveniencia» o bien lo hace por «temor ante un peligro inesperado que requiere el silencio». Las dos definiciones le encajan como un guante al primer ministro, que a mayores se ayuda de un complicado andamiaje de muletillas tales que «es oportuno y conveniente» o «como Dios manda», con las que trufa de vaguedades su conversación para soltar carrete y desesperar así a sus interlocutores.

Hay quien interpreta esta devoción casi cartuja por el silencio como una prueba de que, en realidad, el presidente no tiene nada que decir; pero también corría el rumor de que es un perezoso incapaz de tomar una decisión y ahí están los cientos de recortes que ha aplicado en poco más de dos años. A la chita callando y sin decir nada, que luego todo se sabe.