Hay algo de antisistema, afortunadamente y dentro de un orden, en el mensaje de los obispos españoles con motivo de la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado. Reclaman «no penalizar la asistencia humanitaria», o «que nunca se den detenciones arbitrarias», y que «se busquen alternativas más dignas a los centros de internamiento» para que «los internos gocen de la atención social y religiosa necesaria». En el mensaje se alude a ese «mundo rico que se defiende impidiendo la entrada de los pobres», y en el que «se necesitan, más que las «vallas», la solidaridad, la acogida, la fraternidad y la comprensión».

Las «vallas», también las coronadas con cuchillas, esas mismas que hace un tiempo condujeron al ministro del Interior, Jorge Fernández, a varias declaraciones públicas muy problemáticas en su caso particular, el de un católico declarado. Ser católico declarado en el PP, o en cualquier partido, tiene su mérito. Hay que reconocérselo al ministro Fernández. El complejo de los católicos en la política española data más o menos de los tiempos de la Transición, y de un modo paradójico. No se entenderían el tardofranquismo y dicha transición sin los movimientos de la Iglesia española, primero, renunciando al nacionalcatolicismo, y a continuación, respaldando el orden democrático y constitucional. Sin embargo, sobrevino el complejo, tal vez por la presión de esa idea equivocada de que el cristianismo ha sido la fuerza retardante del orden civil en esferas como la política, las ciencias, las artes, etcétera.

Pero volvamos a las vallas coronadas de espinas. Incluso el cardenal Rouco recordaba estos días que la emigración es un derecho contemplado por la Doctrina Social de la Iglesia. En efecto, esa doctrina postula que todo ser humano tiene derecho a buscar condiciones dignas de vida para sí mismo y para los suyos, incluso mediante la emigración. La posición católica también admite que toda nación soberana tiene derecho a garantizar la seguridad de sus fronteras y regular el flujo de inmigrantes. Sin embargo, a la hora de la verdad, no predominó este segundo criterio sobre el primero durante la visita del Papa Francisco a Lampedusa, tras aquella tragedia que se llevó a más de 300 inmigrantes. «Esto es una vergüenza», afirmó Bergoglio.

Las cuchillas son la misma vergüenza, o un «escándalo», como acaba de afirmar el jesuita José Luis Pinilla, director de la Comisión de Migraciones de la Conferencia Episcopal Española, de la que forman parte los obispos Ciriaco Benavente, Quinteiro y Novell. Las cuchillas sólo añaden dolor al dolor y todas las organizaciones católicas involucradas en problemas de inmigración las han rechazado. Pero quien vigila esa valla es un ministro católico que perfectamente puede acogerse al segundo criterio antes enunciado (lo contrario sería poco realista e ingenuo), pero no puede negar el primero.

Y un último dato. Al presentar el documento de los obispos, Pinilla apuntaba a la estimación de que Europa necesitará «entre 30 y 50 millones de inmigrantes» en los próximos años para mantener en pie sus pirámides de edad o de cuentas públicas. Es la otra vertiente de la cuestión. Hoy, Francia o Alemania están a punto de ser más musulmanas que cristianas, circunstancia que se explica por la intensidad de la fe mahometana frente a la debilidad en las convicciones de los viejos cristianos. Algo así como el complejo de los políticos católicos, pero generalizado (véase la resistencia a reconocer las raíces cristianas de Europa en aquella especie de Constitución de la UE). Y, a mayores, los europeos no poseen ni la habilidad ni la resolución de EEUU en asimilar la inmigración mientras mantiene incólumes la patria, o la bandera o la religión civil del billete de un dólar: «En Dios confiamos». Y no se olvide que EEUU es un país fundado por emigrantes muy conscientes de la civilización a la que aspiraban.