A Mariano Rajoy le persiguen todo el tiempo huracanes desconocidos. Desde meses antes de la caída del zapaterismo, últimamente con estela de revival, da la sensación de ir por la vida como si el suelo estuviera constantemente recién fregado y se percibiera en riesgo severo de rayar el parqué con el canto de las uñas. En la primera mitad de legislatura, ese gallego con cachaza de suegro en la montería se ha doctorado como el único presidente de la historia, con permiso de ZP, que parece mucho más interesado en convertirse en expresidente que en seguir con la maniobra entre líneas. A Rajoy lo de gobernar el país le parece casi un engorro, una incomodidad feroz con la que no tiene más remedio que lidiar para conseguir el objetivo supremo de jubilarse y pasearse como un señor por los consejos de administración y las universidades de provincias. Se le ve casi invisible, envuelto en la niebla del puro que se fuma cuando se siente a salvo, quizá a medianoche, soñando con lebreles que corretean por Galicia. En los dos años que lleva en La Moncloa, Rajoy no ha conseguido ponerse las pilas ni activarse a sí mismo. Su liderazgo es como el del delantero centro al que le cuelgan todos los balones a sabiendas de que nunca llega, pero del que se cuenta en el vestuario que suele cabecear las ramas de los árboles cuando se siente triste. La única vez que se le ha visto decidido fue al hablar de la infanta, a la que defiende como si se tratase de una cuestión calderoniana, de las de pecho, honor y costumbre. Piensa el presidente que a la hija del Rey hay que evitarle el paseíllo; y lo que es peor, piensa en paseíllos. El hombre que de todo se inhibe da un paso al frente por las tribulaciones vodevilescas de la monarquía. Como si pasear entre señoras de camino al juzgado fuera una catástrofe excesiva. Ahora resulta que ser noble en España es una jugarreta del destino. Y da tanta lástima que hasta llama a la piedad al presidente, en tantos otros trances inconmovible. Fue de tal calibre la determinación de Rajoy al hablar de la Infanta que por un momento parecía que se iba a ofrecer a tomarla del brazo y llevarla en limusina. «Dientes, eso es lo que les jode. Pon dientes, Cristina». Harpo ha hablado. Entre compadres. Casi vivíamos mejor con la duda.