Anteayer, al levantarme, no había luz. Me acongojé. Las circunstancias nos están adiestrando para el miedo. Qué desgracia. Al comprobar que no había luz, se me pasó por la cabeza que las eléctricas me estaban haciendo una demostración de fuerza, como esas de las que gusta el sociópata dictador norcoreano cuando saca sus atributos a la calle -los armamentísticos- para que veamos qué grandes los tiene. Este individuo pluripatológico está mejorando a su padre, con creces.

Asumida mi oscuridad, me dije: estas gentes, que disponen de todos los medios, seguro que escucharon mis pensamientos de anoche, y me están acorralando. Me refería a las eléctricas y me sentí cercado, como los numantinos, y también frustrado. Digo también frustrado porque me había despertado con la intención de llevar a cabo un experimento de laboratorio, con palangana incluida. Me disponía a medir cuánta agua es necesaria para cubrir convenientemente un centímetro cuadrado de piel y, así, llegar a la conclusión de cuánta agua es necesaria para una ducha, en función de estaturas y constituciones físicas. Para mí que lo que nuestro alcalde está dispuesto a demostrar públicamente -perdóname alcalde- o no es una ducha o, si lo es, no debe serlo en el sentido de mojarse, enjabonarse y enjuagarse toda la superficie cutánea con intenciones higiénicas. Quizá sea que, en el fondo, estamos en lo de siempre, la interpretación del concepto: ¿qué es ducharse?

Sin posibilidad de acometer el experimento, aprovechando que ya clareaba, me decidí a arreglar mi armario. Abrí la puerta y me llevé un susto del carajo. Allí estaba Arturo, asido a la barra-perchero como si fuera en tranvía. Allí estaba, engurruñido, encogido, arrugado, contraído, encarrujado... Intentando alejarme, caí sentado en el mueble a pie de cama. Obviamente no era Arturo, sino mi abrigo, que había resbalado, quedando sujeto por la solapa de la chaqueta contigua, con la manga derecha hacia arriba. Menos mal. Algunos efectos visuales tienen guasa... Sentado, como estaba, entre la falta de luz y el aparente amasijo de ropa, tomé consciencia de las perchas, de los percheros, de los colgados y de los colgaderos, y tratando de reconstruir el efecto visual convertí mi armario en un tranvía zuriqués y a mis trajes, chaquetas, chupas y abrigos en sus pasajeros. Allí iban los tíos, como colgados de la misma colgadera, tan felices... En el fondo, como casi todos nosotros, permanente y consecutivamente colgados de alguna colgadera que nos sujeta, por los hombros, cuando es una percha, y por el cuello, cuando es un perchero.

En lo personal, los trajes de pensar tienen sus perchas y sus percheros, como los de compartir, los de ayudar, los de empatizar... Los de mentir, los de disimular, los de manipular, los de aparentar..., también tienen sus trajes, y resulta que, cuando nos los ponemos, terminamos colgando de ellos. A base de «vestirnos» terminamos siendo unos colgados de nuestras vestiduras, es decir, unos colgados de nuestras colgaderas y colgaderos (bien vale hoy no discriminar el género), tanto, que demasiadas veces, sin nuestras vestiduras, no somos nadie... -y en calzoncillos una panzada de reír, como dice mi hermano Fernando-. A veces, el interés y otras cosas menos confesables, nos llevan como marionetas, o sea, colgados...

En lo profesional, los trajes también tienen sus perchas y sus percheros. Valga, por cercanía, el ejemplo de Fitur, esa especie de gigantesca tarima en la que la misión, especialmente la pública, consiste, casi exclusivamente, en conjugar el verbo contar. En pasado, lo que hicimos; en futuro, lo que haremos; en presente, nada, porque nuestra misión fiturera es, en sí misma, solo contar, ninguna otra, aparte de la de ser vistos, oídos e inmortalizados. Fitur tiene su traje, un traje curioso y monocorde, solo compartido por el ave mitológica. En Fitur todo renace. Fitur es el paradigma de las renovadas intenciones..., hasta la siguiente edición, que las mismas u otras voces retomaremos los mismos propósitos, que, curiosamente, se encuentran, centímetro arriba, centímetro abajo, en el mismo sitio desde la primera edición fiturera de mil novecientos ochenta. Fitur, para un castizo, seguro que es la hostia. Las exuberantes señoritas del expositor de Gandía de esta edición, también. Para mí, Fitur es algo mitológico, como el ave Fénix, aunque a veces, no sé, me da que está más cerca del mito de Sísifo que de la mítica ave renaciente, y esto me incomoda...