La renuncia de la Comunidad de Madrid a llevar a término la privatización de seis hospitales es efecto de una decisión judicial, pero trae causa de la omnipresente «marea blanca» de profesionales de la Sanidad. Los actos judiciales se abren casi siempre a una cadena de recursos muy garantistas, y desistir de ellos, aún cuando el tribunal emite un fallo «cautelar», trasluce la erosión política que ocasionan los actos arbitrarios. Ignacio González ha dicho «basta» y Lasquety, su consejero de Sanidad, ha dimitido. Parece un buen síntoma de racionalización del poder, siempre relativo, que deriva de las mayorías absolutas en el deficiente esquema representativo que generan las normas electorales del país. La mayoría inequívoca siempre es la de la calle cuando se expresa masiva y civilizadamente, sin apelar a la violencia.

Los españoles están señalizando con nitidez el rechazo frontal de un despotismo ilustrado que apenas hace otra cosa que deteriorar el bienestar y la confianza populares. Este frenazo a la arbitrariedad de la autonomía madrileña, a pocos días de la reculada del alcalde de Burgos por la minirrevolución del Gamonal, es otro eslabón de la cadena que acabará invalidando de facto la ley Wert de Educación, la contraley Gallardón de antiaborto y cuantas traten de imponerse al criterio de las mayorías reales. Los gobiernos no acaban de entender que administran algo que no es suyo, algo que todos pagamos y repagamos, sean servicios o salarios de los infinitos cargos políticos y parapolíticos (de parásito). El ordeno y mando se hunde por méritos propios en un índice de tolerancia cero.

Crece, mientras tanto, un reflejo de desobediencia civil de larguísima tradición cultural e histórica, casi siempre abortado con sangre por los sistemas absolutistas. Gandhi, Mandela y Luther King son símbolos vencedores, pero el que quiera documentarse sobre la legitimidad moral y política de la desobediencia puede empezar releyendo a Platón y documentarse luego en grandes pensadores y creadores del XIX como Thoreau, Lessing, Tolstoi o Emerson, para acabar en los contemporáneos Rawls, Fromm o Anastaplo. Este recorrido proporciona una experiencia incomparable, más allá de toda ideología. La pobre imaginación gobernante achacará las manifestaciones a los agitadores profesionales, pero si las incontables salidas de la «marea blanca», o los «sublevados» de Kiev, o los abucheadores del ministro Wert en una ciudad imperturbablemente tranquila como La Laguna son profesionales, es que ya no quedan ciudadanos movidos por el único resorte de la razón y la convicción. La desobediencia vuelve a ser un valor cívico y social que los de la mayoría política deberían estudiar objetivamente antes de perder el oremus.