Hace unos cuantos años, un conocido actor de doblaje relataba en una entrevista los entresijos de su profesión, la dificultad de acertar con el tono de un actor determinado, o la imposibilidad de ser fiel al cien por cien a los diálogos de la versión original. Defendía que existen expresiones que no se deben traducir del inglés al castellano porque resultarían ridículas, y como ejemplo citaba la costumbre de los norteamericanos de saludarse con un «te quiero». «Una madre se despide de su niño que se va al colegio y le dice «te quiero». Dos hermanas se separan para irse al supermercado y volver a verse tres horas más tarde y sueltan un «te quiero». Eso en España no se hace, sonaría raro, cursi. No está en nuestra cultura». Muy pasmado se quedaría el actor de doblaje de observar cuánto han cambiado las cosas. No solo hemos hecho nuestra su terrorífica fiesta de Halloween, sino que también hemos evolucionado emocionalmente hasta convertir ese «te quiero» que tanto le chirriaba en una afirmación común y corriente en estos ariscos pagos. Todos los días son el día de los enamorados. Ya no hay que suplicar, esperar y desesperar para oír la frase mítica. Te la suelta hasta el ministro de Cultura si pasas a su lado sin propinarle un silbido, y la dicen todos a gritos en el autobús antes de colgar el móvil.

El prestigioso Instituto Tecnológico de Massachussets confeccionó uno de los muchos estudios que han tratado de desentrañar los entresijos del amor. Demostró que el tiempo que tarda uno de los miembros de la pareja en decirle a su prójimo «te quiero» se establece mediante un análisis de coste/beneficio muy elaborado y de estructura similar al de cualquier otra decisión de tipo económico. O sea, que no suele exclamarse de forma espontánea y hormonal, sino por cálculo fino. En contra de lo que pudiera pensarse, los hombres eran los primeros en tomar la decisión de pronunciar las preciosas palabras. Tal vez porque la importancia del marketing ha impregnado asimismo en nuestra sociedad, y por consiguiente la conveniencia de repetir el eslogan para lograr que cale, o quizás porque con la crisis y las cuentas en números rojos el intercambio de afectos es el único que no está vedado al común de los mortales, el caso es que la expresión del mayor de los sentimientos se ha convertido en una muletilla. «Te quiero» ha sustituido a «hasta luego, Lucas». ¿Sufren desgaste las palabras de amor? ¿Se deprecian si se produce una sobreabundancia de asertos cariñosos? Yo creo que no. Resulta sano y cardiosaludable verbalizar los afectos, además de barato. No creo que nos queramos más, pero resultamos más simpáticos.

Se han acabado entonces aquellas conversaciones: «¿Me quieres?» «Tú ya lo sabes» «¿Eso es que sí?» «Ya te lo dije». «Sí, hace dos años». «Pues lo mantengo». «Pues dilo, que no te cuesta tanto...» Ahora, «te quiero» es el paso previo a apagar la luz de la mesilla con un bostezo. Aunque en la búsqueda de nuevos retos sentimentales, ya hay quien defiende que, a la baja la cotización del «te quiero», existe una nueva meta, un paso más, una frase que hay que conseguir como antes se persiguió la otra porque sin ella la relación quién sabe, tal vez no es lo profunda que debería. «Te amo» es el nuevo «te quiero». Si no te lo han dicho todavía... malo.