No me sorprendería que, leyendo el título, el lector pensara a la primera que me estoy refiriendo a España: unida en la diversidad, como una perenne aspiración de domeñar al rebelde celtibérico. Sin embargo, la frase en cuestión es el lema adoptado por la Unión Europea en el año 2000, bien que para simbolizar una idea común a los veintiocho países que la integran.

Una Unión Europea que, pese a bambolearse, pues precisamente ahora sus cabeceos son más fuertes que nunca, sigue en pie como los tentetiesos, volviendo al final de los vaivenes a su camino: el crecimiento de todos los Estados que la integran a través del fortalecimiento de la Unión.

La experiencia nos muestra que la Europa comunitaria a los españoles no nos importa excesivamente, pese a declararnos europeístas. Como decía recientemente un tertuliano radiofónico, al que tenía por sensato, se aproximan las elecciones europeas, que son de menor rango. Porque en el fondo creemos que Europa no somos nosotros. Es algo que está ahí importunando mucho últimamente, ya que nos manda apretarnos el cinturón a todos los niveles. La Unión Europea es como el maestro exigente, al que detestamos o incluso odiamos cuando nos impone muchos deberes, pero a quien con el paso del tiempo le agradecemos que nos educara tan bien. Es la que nos sonroja al demostrarnos que no estábamos instalados en el estado del bienestar como nos creíamos, y siguen repitiendo todos los políticos sin excepción, sino que habíamos llegado al estado del despilfarro.

Es la Unión Europea un proyecto difícil, en marcha desde hace más de sesenta años que, o cambian mucho las cosas, o no tiene vuelta atrás. Lo que comenzó siendo una suerte de pacto económico de no agresión tras la segunda guerra mundial, para evitar nuevas contiendas bélicas, se ha consolidado con la paulatina incorporación de veintidós Estados más a los seis iniciales. Con la libertad de circulación de capitales entre los Estados miembros, se creó la moneda única común, el euro; experimento del que tanto despotricamos quienes estamos dentro del sistema pero al que, a poco que reflexionemos seriamente, muchos países le debemos la salvación económica. Desde Grecia a Irlanda, pasando por Italia, Portugal o España. Sin olvidar los salvavidas que recibieron Bélgica y Francia y el mimetismo con el que actúan Dinamarca y el Reino Unido.

Nuestra memoria, olvidadiza para tantas cosas, no recuerda con la frecuencia que debiera que desde que en la Segunda Guerra Mundial murieron siete millones de alemanes, cinco millones y medio de polacos, medio millón de franceses, otros tantos ingleses, y un largo etcétera, han transcurrido sesenta y cinco años continuos en paz gracias a la UE. Países como los que integraban la antigua Yugoslavia, se van sumando a esta Unión, apostando por la paz duradera exigible para ser miembros de tan selecto club.

Estas solas ventajas deberían afianzarnos en la idea de una Unión Europea que con sus quinientos millones de habitantes le habla de tú al resto de las economías mundiales, y que se consolida paulatinamente como una de las superpotencias. Pero no es, aún, una organización perfecta. Adolece de falta de democracia y de transparencia y está provista de una superestructura burocrática que bien podría adelgazar en beneficio de la agilidad. Está bastante subordinada al poder de algunos países que amenazan periódicamente con separarse, como Inglaterra, a cambio de obtener mayores ventajas económicas, en una actitud con parangón en la política española. Igualmente acepta la hegemonía de aquellos países que, por su mayor pujanza económica, siguen creyéndose facultados para ostentar mayor cuota de poder e imponer su criterio, como sucede con Alemania.

Pero no todo lo tapa esta gran capa europea que, si bien nos protege, en ocasiones nos abruma con una política inadecuada. Los famosos hombres de negro, que por cierto van de gris aunque no lo sean, sino todo lo contrario, no piensan más que en el interés de la Unión Europea y la economía mundial, olvidando a veces los concretos intereses nacionales.

Por eso es tan importante que sepamos elegir adecuadamente a nuestros 54 europarlamentarios en las próximas elecciones; pues en un Parlamento Europeo que va adquiriendo cada día mayor protagonismo, tenemos la posibilidad de dirigir la política comunitaria hacia metas de mayor cohesión y claridad. No por la vía de hecho asamblearia, como peligrosamente parece proliferar por doquier, sino mediante el voto masivo y ponderado. Eso sí: deberíamos sustraernos a la tendencia de dar en las europeas nuestro apoyo o nuestro voto de castigo a los partidos nacionales y pensar, con una visión más abierta, en que los problemas que a nivel nacional no se resuelven, podrían tener una distinta acogida en otros partidos de los muchos que hay presentes en el parlamento europeo. Donde incluso los contrarios a la Unión Europea también ocupan escaños. Y los partidos deberían darse cuenta de que el Parlamento Europeo no es un cementerio de elefantes, sino el centro decisorio del que provienen las líneas maestras que informan nuestras políticas nacionales.