Viendo desde el anfiteatro de la playa urbana avanzar las olas montañosas, con su cresta despeinada por el viento, se aprecia la banalidad de otros espectáculos de taquilla. Es también un modo, metiendo dentro la cadencia y el ritmo de las ondas como si fuera un diapasón, de recomponer la lógica de todos movimientos interiores del cuerpo, sintonizándolos con la frecuencia imperturbable de la mar. Unos pequeños jinetes que intentan cabalgar las olas, dejándose caer luego en oblicuo por su vientre hasta que la blanca falda se vuelca sobre ellos, son el contraste que da la medida de los tamaños. El espectador que rodea la concha nunca está a la altura de la representación. A fin de cuentas el mar lleva ya tanto tiempo con la obra en cartel que se mueve por el escenario con más seguridad que la que exhibe en el suyo el público, que aqueja la falta de ensayos y la ignorancia del libreto.